Algunas cosas van quedando claras a medida que evoluciona esta penúltima crisis del capitalismo financiero internacional. La subordinación de los estados y de las élites políticas que los ocupan a los designios de las grandes corporaciones transnacionales ya era evidente, pero ahora se ha hecho más visible. En España hemos tenido una representación de ese teatro de marionetas en el Congreso de los Diputados, con el presidente de Gobierno, señor Zapatero, aceptando los recortes sociales impuestos desde fuera del país con la cabeza gacha, y con el líder de la oposición criticando demagógicamente la aplicación efectiva de las mismas medidas que él había venido pidiendo desde hace meses. El hecho de que uno sea formalmente de izquierdas y el otro inequívocamente de derechas, y comparezcan ante el público fingiendo que se aporrean, no puede hacernos olvidar que bajo el escenario son movidos por las mismas manos. El eurodiputado socialista, y ex presidente del Parlamento europeo, señor Borrell, definió muy gráficamente la situación en una entrevista: "Los gobiernos han jugado al póquer con los mercados y han perdido". Borrell tiene fundadas razones para llegar a esa conclusión porque es un hombre inteligente y de larga experiencia política. Además, él mismo fue víctima de los juegos en la sombra del poder cuando tuvo la osadía de presentarse como candidato a la presidencia del Gobierno por el PSOE y ganó la contienda democrática imponiéndose al señor Almunia, que era el favorito del aparato felipista. A partir de ese momento, se desencadenó contra él una feroz campaña desde dentro y desde fuera del partido, que le llevó a tirar la toalla y desistir de esa aventura. Algo parecido le pudo haber ocurrido al señor Zapatero, que se presentó como alternativa al candidato felipista, don José Bono, y acabó ganador contra todo pronóstico. El actual presidente ha tenido mucha suerte en su carrera y seguramente confiaba en una salida suave de la crisis con orientación socialdemócrata. Es decir, con el capitalismo recuperando poco a poco su tasa de beneficio sin necesidad de imponer recortes sociales dolorosos desde el poder. Bien a la vista está que se ha equivocado en sus cálculos. La marea de fondo de la crisis del capitalismo financiero, iniciada hace ya dos años en los Estados Unidos, ha llegado a Europa y empieza a golpear duramente las bases de lo que aquí llamamos el "Estado del bienestar" (sanidad, educación y pensiones avaladas desde el sector público). Una situación de privilegio, única en el mundo, que fue construyéndose a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial gracias a la concurrencia de varios factores. Entre los que cabe destacar la necesidad de reconstruir el destrozo causado por la contienda, la existencia de poderosas fuerzas de izquierda en los gobiernos democráticos y la conveniencia de poner en el escaparate las ventajas de un "capitalismo de rostro humano" frente al expansionismo soviético. Recuérdese que el general De Gaulle llegó a presidir en Francia un gobierno con ministros comunistas, y que el líder de la democracia-cristiana italiana, De Gasperi, definió a su formación como "un partido de centro que mira a la izquierda". Conservar ese "Estado del bienestar", que no existe en Estados Unidos (oposición a la reforma sanitaria de Obama), ni en Asia, ni en Rusia, ni en África, ni en América del Sur, supone un privilegio que los mercados no quieren conceder, entre otras cosas por el mal ejemplo que supone. Y en esa tarea, de ir escamoteándolo poco a poco, o de ir rebajando su calidad, estamos.