Acababa de pedir el gin tonic de media tarde, para colocar una nebulosa alcohólica entre la crisis y yo, cuando oí que en la mesa de al lado un hombre de unos cincuenta años le decía a su hijo:

-Tu madre es como una novela, y tienes que aceptarla así.

-¿Como qué clase de novela? -preguntaba el chico.

-¿Qué quieres decir?

-Pues que me aclares si se trata de un folletín, de una novela policíaca, de introspección psicológica o experimental.

-Yo no soy crítico literario, hijo, no sé qué a qué genero pertenece, pero sé que es una novela.

-Es que hay muchas clases de novela, papá -insistió el chico-. De entrada, las hay buenas y malas. ¿Tú crees que mamá es una buena novela?

-Buenísima -aseguró el padre-, llevo casi cuarenta años con ella y todavía no sé cómo termina.

-¿Y te intriga saberlo?

-¿Cómo que si me intriga saberlo? Llevo leyéndola toda mi vida, disfrutando de cada una de sus páginas, de cada uno de sus capítulos, sin prisas por llegar al final, pero ansioso también por conocerlo.

-¿Nunca has pensado en separarte de ella?

-Nunca. ¿Cómo vas a dejar a medias la mejor novela con la que has tropezado en la vida?

El joven guardó silencio. Parecía evidente que había tenido con su madre un desencuentro que el padre trataba de aliviar.

-No le guardes rencor, dijo al fin el hombre.

Me trajeron el gin tonic, di el primer sorbo, ni corto ni largo, dejé que actuara sobre el cerebro y me dio por pensar en mi madre. ¿Había sido también una novela? No, me dije, mi madre había sido un ensayo, quizá un ensayo narrativo, un ensayo de divulgación, pero un ensayo.

-No le guardo rencor -dijo al fin el chico como si me hubiera leído el pensamiento-, pero yo habría preferido que mamá fuera un ensayo.

-Antes que tu madre -señaló el padre con determinación- es mi mujer. Y a mí me gustan las novelas.