Mi querido colega César Casal recordaba ayer en su columna de La Voz de Galicia la figura de Ben Hetch y se lamentaba de que el periodismo ya no sea en absoluto como cuando lo ejercían tipos como el extraordinario neoyorquino, con cuya firma literaria filmó el divino Billy Wilder su inolvidable Primera plana. Recogía Casal un párrafo autobiográfico en el que Hetch recordaba haberse inspirado para su trabajo en las calles, en las comisarías de policía, manicomios, tumultos, teatros, librerías, bares?, y dejaba caer que en sus experiencias bautismales como periodista incluso había aprendido a no dormir. Cuando yo empecé en este asunto todavía había tipos como él en las redacciones de los periódicos. No tenían su estilo tan expresivo y carecían probablemente de su instinto casi canino para estilizar entre lo cotidiano el escaso e incomensurable hueso de la literatura, pero no había entre aquellos veteranos ni uno solo que no supiese que en el vestuario de un periodista lo que contaba era acertar con una corbata en la que no diesen demasiado en la vista las manchas de tinta. También sabían que el suyo era un oficio en el que acertar no era una suerte, sino un compromiso, casi un deber; un trabajo duro y casi sin horarios en el que uno sabía que su familia eran toda aquella gente que a menudo salía en las fotos en las que raras veces estabas tú. ¿Era destructiva aquella manera de vivir? Lo era, naturalmente. ¿Y qué vocación extrema no lo es? ¿Endurecía el alma? No lo creo. He ejercido casi en la más oscura marginalidad social el periodismo peleón y callejero, y la experiencia me dice que lo que realmente se me endureció con aquello no fue el alma, sino el estómago. Siempre estuve seguro de conservar intacta mi fe en el hombre y mi conciencia; en cambio, al principio dudé de que fuese capaz de resistir los vicios que me acarreaba la personal decisión de ejercer el periodismo de manera que en los asesinatos me manchase la sangre y en los prostíbulos me amenazase la gonorrea. Siempre supe que la conciencia de un hombre soporta mejor los rigores de la vida si ha acostumbrado su estómago a la ginebra más barata. Lo cierto es que en el ejercicio del viejo periodismo raras veces el alma se resentía antes que el páncreas.

Nadie me dijo tal cosa cuando empecé en esto, pero, ¡qué demonios!, como no era idiota no tardé en darme cuenta de que el periodismo es un trabajo que te acarrea una dolorosa soledad emocional que se compensa con la fuerza analgésica de los vicios que contraes.

Algunos estudiosos de la obra de Ben Hetch y de su personalidad destacan su formación autodidacta, algo nada infrecuente en un tiempo en el que el periodismo era algo que no se aprendía en las universidades, sino en cualquier lugar de la ciudad en el que la sangre de un hombre reuniese al instante a los policías, a los barrenderos y a los perros. He hablado muchas madrugadas sobre esto con criminales, con policías y con las fulanas de los burdeles. Un tipo que años antes había matado a otro por un ajuste de cuentas me dijo una noche recién salido de la cárcel: "Sé que me joderá mucho lo que escribas sobre mí, pero al menos estás esta noche aquí, frente a mí, cara a cara. Sabes cómo visto, cómo pienso y cómo hablo. Soy algo más que una fría y simple descripción policial. Soy yo quien mató a aquel tipo, no lo niego, y, sinceramente, tampoco me arrepiento. También sé que has venido a mi terreno a verte las caras conmigo. Y yo te digo que eso está muy bien. ¿Sabes?, un tipo me dijo hace muchos años que no se puede describir bien el dolor sin ser parte de la herida".

Por desgracia, ya casi nada en el periodismo de ahora recuerda a como lo ejercieron en su día los tipos como Ben Hetch. En las redacciones de los periódicos hay pandillas de adolescentes de treinta años bostezando a las siete de la tarde mientras los viejos periodistas trasnochan seniles con el olvido en la cabeza y un mazo de naipes en la mano, perplejos e insomnes, a veces amontonados como reses de pana en las residencias de ancianos. Las ventas de periódicos han caído de manera alarmante a lo largo de los últimos años. Hay tipos con carrera que le buscan al fenómeno explicaciones complejas con las que justificar sus análisis tan rebuscados y tan sesudos. ¡Patrañas! Yo no creo que haya que romperse mucho la cabeza para saber dónde diablos hemos fallado los del gremio. Tal vez bastaría con caer en la cuenta de que entre todos hemos desvirtuado las sagradas esencias de la profesión. Y reconocer que el periodismo que los tipos como Ben Hetch vendían en los quioscos, o voceándolo con hambre de perro por las putas calles, sus estúpidos nietos pretenden distribuirlo como hojaldre en las pastelerías.

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