Cada vez que escribo algo sobre las mujeres me preocupa sobre todo ser sincero conmigo mismo y por lo general me trae sin cuidado que algunas nazifeministas se molesten o que un par de amigas me retiren el saludo, eso sí, después de que haya pagado yo sus copas. He peleado mucho por mi derecho a expresarme con absoluta franqueza y no me arrugaré frente a quienes pretenden que lo que late debajo de mi sinceridad es una especie de rencor barnizado de literatura. Un hombre, cualquier hombre, yo mismo, tiene derecho a manifestarse libremente aunque solo sea porque le sale de las narices, sobre todo si con lo que aprendió a lo largo de los años resulta que tiene las narices un palmo por debajo del ombligo. No me lea usted, señora -sí, usted-, si lo que le cuento le resulta crudo o desagradable. Ni usted, querida, si cree que solo estando en ayunas estaría segura de no vomitar al leerme, aunque ambos sepamos que los tropezones de un vómito caliente podría ser lo más parecido a la carnalidad de un beso excitante que pudiese llevarse mañana a la boca. Tampoco me leas tú, amiga mía, si, por despecho o por rencor, todavía crees que en lo que ocurrió aquella noche entre nosotros tu decisión fue menos determinante que los jodidos efectos del ron. Respeto vuestro asco y la decisión de evitarme, pero, ¿sabéis que os digo?, yo sé que en el fondo respiráis por la herida y no tenéis ninguna duda respecto de que vuestra decencia no es una conquista, sino un castigo, una carga, algo que se os vino encima solo porque no fuisteis capaces de mezclar a tiempo los manjares y la mierda, tal vez porque no os disteis cuenta de que no tendríais que uniros al hombre que os convenía, sino al tipo que de verdad os gustaba. Claro, entonces os negabais a creer que lo que hace inolvidable el sabor de algunas manzanas es el regusto acre que deja el gusano. Ahora se os ha hecho tarde y va a ser difícil que os quitéis de encima a ese hombre antibiótico y profiláctico que tiene en los labios el esmalte de las uñas y las manos más limpias que el jabón, ese tipo hervido que no aprieta como contabais que apretase, ni muerde al besar, y a las siete de la tarde bosteza porque dice que tiene que levantarse doce horas más tarde. Un día de estos, querida, se te descolgará por entre las piernas la vagina, como la piel inerte de un murciélago disecado, igual que con el abandono ya hace tiempo que se vinieron abajo por falta de público las carpas de los circos. Y no lo celebro, no, te juro que no lo celebro, pero yo sé que cuando eso ocurra echarás la vistas atrás y recordarás que cuando eras joven imaginabas que por entre tus piernas se descolgaría algún día entre tu garganta y tu pubis, como un excitante escombro venéreo, el incandescente y aguerrido paracaidista del sexo, y que luego, con el paso de los años, podrías contar en tu círculos de amistades más íntimas que hubo un tiempo, no hace tantos años, en el que fuiste la amante de un tipo crudo y evasivo, acaso también un poco cínico, que te ayudó a descubrir que hay cosas de la vida que una mujer solo puede aprender cuando pierde al mismo tiempo entre las sábanas el pudor, el asco y las gafas de leer. Por eso te pido que no te enfades conmigo, ni me reproches mi jodida franqueza solo porque no soportas que no sea también la tuya. ¿No eras tú acaso la mujer que aquella noche...? Sí, eras tú, sin duda eras tú. Me dijiste que tu marido tenía en el cuerpo exactamente las mismas rayas que en su pijama y que al besarte le repetía en el aliento el desinfectante del baño. Y no seré benevolente con el recuerdo de lo que vino luego porque sé que necesitas que la conmemoración de aquello te sirva de desafío pensando en romper amarras y cambiar de vida antes de que tu útero sea un sarcófago. ¿Recuerdas? Me dijiste: "Vivo bien gracias a haber sido una cobarde. Preferí el confort de mi vida actual antes que la incertidumbre de unirme a un hombre que solo fuese dueño de una papeleta de empeño. Ahora tú te esfumarás de mi vida y yo, ¿sabes?, yo me quedaré pensando que cada vez que me encuentre sola, al leer un libro no podré evitar la horrible sensación de haberme sentado sobre la ranura para el correo en la que aguardaré con falsas esperanzas a que se deslice algún día la carta que sé que jamás me escribirás". Acertaste a medias. Yo desaparecí para siempre de tu vida, pero aquí tienes la carta que te debo. La remato pidiéndote de favor que no me reproches mi manera de entender la vida. No soy en absoluto el mejor hombre del mundo, claro que no lo soy, pero, ¿sabes?, todavía sé de cuatro portales en los que si subo unas cuantas escaleras aún me aguarda alguien que se parecería a ti si no fuese porque se dio cuenta a tiempo de que por tierna que sea, tratándose de hombres y mujeres, una caricia está incompleta si no deja como recuerdo el rastro del placer, la pulpa del vicio y la sangre del arañazo.