Un tipo con el que he tomado unas cuantas copas me dijo en una ocasión que al amigo y al caballo no hay que cansarlos. A mí nada de eso podría haberme ocurrido porque ni he montado jamás un caballo, ni he tenido a lo largo de mi vida más de dos o tres amigos. Conozco a mucha gente y si salgo por la noche coincido con buena parte de ella, pero he hecho el recorrido de mi existencia en un aislamiento social voluntario que se ha agudizado con el paso de los años. Me gusta entrar solo a los bares y tengo por costumbre salir en coche a fumarme un cigarrillo lejos de la ciudad en la que vivo, sin llevar a bordo otra cosa viva que no sea la música que siempre me acompaña, hasta el punto de que con otra gente solo coincido si tengo un accidente.

Alterné solo durante muchos años en lugares de mala nota en los que podía pasarme horas sin moverme apenas del sitio, silencioso e impertérrito, como si formase parte de algo que en realidad no iba conmigo. Por mi trabajo como redactor de sucesos tuve unos cuantos problemas en clubes nocturnos, incluso un par de peleas, y sin embargo prefería soportar en solitario cualquier paliza antes que por pedir ayuda me viese luego en el deber de fomentar la amistad de quien me hubiese socorrido. En uno de aquellos locales entré una madrugada con dos compañeros periodistas que se largaron tan pronto como por culpa de una venganza un tipo me estrelló un vaso en la cara y apareció la sangre. Al tipo que me había apaleado le pareció tan mal lo que habían hecho mis colegas, que se ofreció a ayudarme por si no estuviese en condiciones de conducir mi propio coche hasta el hospital. ¡Joder!, encima de recibir tan tremenda paliza, me vi en el deber moral de darle las agracias al tipo que me había zurrado. "Siento haberte provocado con mis reportajes, amigo", le dije mientras él me limpiaba la sangre de la cara con los restos de mi propia camisa. También el barman se interesó por mi estado y perdonó una ronda de las varias que había consumido con los otros periodistas antes del incidente. Mis dos amigos dejaron de serlo a partir de aquel día y su lugar en mi afecto lo ocupó el tipo que casi me mata. No estaba seguro de que aquel fulano no repitiese la paliza si llegase a ofenderle de nuevo en el periódico, pero al menos sabía que en la siguiente ocasión me pegaría con afecto y por mi bien, que es como por lo general te joden siempre los buenos amigos. Bien sabe Alejandro Diéguez, editor de mis libros, que solo asisto a cenas o almuerzos en los que no seamos más de cuatro comensales, y a ser posible, en un local en el que puedas escuchar cómo te crecen las uñas de los pies. En cuanto a los bares de copas, acepto hablar con la gente y lo hago de buenos modos a pesar de que a menudo encuentro su conversación típica, tópica y reiterativa. No les garantizo que vaya a entusiasmarme, de modo que al poco rato desisten y se largan. Con ellas soy distinto. Les escribo notas en los posavasos de papel y se los hago llegar por el barman mientras suena alguna melodía pactada para la ocasión con el jefe del local. He hecho con ese sistema unas cuantas amistades, no muchas, solo las que de vez en cuando necesitaba para tener con quien enemistarme luego. ¿Eran verdaderas amigas? No, claro que no eran buenas amigas. En realidad solo nos unía que la lluvia arreciaba en la calle, que a mí me faltaban dos frases creíbles para mi columna del día siguiente y que ella no se iría de mi lado por nada de mundo mientras no tuviese claro que sería yo quien pagase sus copas. Ahora salgo poco y no coincido con ellas, pero, ¿qué demonios!, de vez en cuando me pongo sentimental y las nombro aquí, no por haberme demostrado el afecto que esperaba de ellas, sino, por muy extraño que parezca, porque el rastro de dolor que produce una mujer al romper con ella suele llevar aparejado el aroma que al filo del amanecer deja en el ambiente del bar la elegante chicuelita de su desplante.

A veces le llamo amigos o amigas a quienes en realidad solo son conocidos, pero supongo que eso me ocurre porque en el fondo les tengo cariño, y también, sinceramente, porque sé que el día que me muera a los míos les joderá mucho ver el bar de enfrente lleno de gente y la iglesia tan vacía.

jose.luis.alvite@telefonica.net