Los más prestigiosos historiadores siguen manteniendo que no está debidamente acreditado que los restos que se veneran en la cripta de la catedral compostelana sean los del apóstol Santiago. Lutero sostenía, con desdén, que esos huesos ni siquiera eran humanos y podían pertenecer a un perro o a un caballo. Mientras, los heterodoxos aventuraban que quien está allí enterrado es el hereje Prisciliano, para ellos muy venerable. En el fondo, y a efectos prácticos, estamos ante un enigma intrascendente. Cada cual que crea lo que quiera.

Sea la tumba del hijo del Zebedeo una pura invención de la mitología cristiana o una tradición de origen más que dudoso, el caso es que desde hace muchos siglos ese hito atrae hasta los confines del Finisterre ibérico a gentes de toda clase y condición, que, solos o en compañía de otros, se echan a los caminos por las diversas razones, o simplemente buscándose a sí mismos, a través de una experiencia única, que marca un hito en sus vidas. La mayoría peregrinan más de una vez y en cada ocasión lo viven de un modo diferente y asumen que quienes cambian son ellos, no la senda que les trae al corazón de Galicia.

Viendo el aluvión humano que estos días ha generado un auténtico overbooking en los distintos caminos que conducen a Compostela, uno llega a la conclusión de que si Santiago no existiera habría que inventarlo. Porque se necesita. A decir de los filósofos, vivimos un tiempo convulso, que formula al hombre de hoy interrogantes para los que su rutina cotidiana no encuentra respuestas. Y por eso las busca en las certezas que otros fabricaron antes sobre cosas increíbles, o en fabulaciones que siente más suyas cuanto más desafían a la razón.

Sobre el fenómeno jacobeo, y aprovechando la conmemoración del Año Santo, que se repite regularmente, allá por los años 90 Fraga y Portomeñe inventaron el Xacobeo. Lo concibieron como un medio para revitalizar el Camino de Santiago (algo de lo que Don Manuel ya se había ocupado cuando fue ministro), pero sobre todo y principalmente como reclamo para atraer a Galicia a millones de personas cada vez que, como hoy, el 25 de julio coincida en domingo.

El Xacobeo como producto turístico, como acontecimiento lúdico y cultural, acabó por imponerse sobre la tradición milenaria de la ruta jacobea y del culto al Apóstol, sobre el aspecto religioso y humanístico. Tan es así, que a día de hoy los gobernantes gallegos, incluso los más descreídos, se encomiendan al poder de convocatoria de la tumba de Santiago y le atribuyen poderes taumatúrgicos capaces de operar el milagro de que, en medio de una crisis tan severa como la que padecemos, la economía de Galicia crezca, aunque sea sólo unas décimas, mientras el resto de España sigue sumido en la recesión.

A estas alturas, Galicia -que para algunos también es una invención- no se entiende sin el mito de Santiago, pero tampoco sin el rito pagano del Xacobeo. Será por eso que este país celebra su día grande, la jornada de afirmación de su realidad diferencial, coincidiendo con la festividad del Apóstol (su patrón espiritual, porque el laico es Castelao) y con el momento culminante de la fiesta jolgorio en que sustancia la programación xacobea.

Tanto dentro como fuera de España, a Galicia se la identifica con Santiago y con la convocatoria jacobea de cada cuatro, seis o once años. Son sus distintivos, sus emblemas, sus elementos identitarios, los atributos de una marca que gana enteros cada Año Santo. Y sin necesidad siquiera de que el Xacobeo como tal sea un éxito.

fernandomacias@terra.es