Se cuenta en la Wikipedia -"la enciclopedia libre"- que José Blanco y yo coincidimos en la agrupación luguesa del Partido Socialista Popular. No lo sabía. Y es seguro que él tampoco.

Presumo que allí llegamos ambos convocados por el fervor humanista, por el celo ilustrado del "Viejo Profesor", voz de una tradición modernizadora, secular pero siempre acallada, según la cual la instrucción y el trabajo, junto con el fomento de vías y obras que mejoren la comunicación y el comercio, son base de sociedades más prósperas, más justas y más libres. El desvelado secreto de lo que Jovellanos llamaba "el bien general" y "la felicidad individual".

Al rescate de España y formulándolo de varias maneras, así lo creyeron los erasmistas que, con riesgo de sus vidas y sus nombres, fustigaron sin desmayo la degeneración de la nobleza o la impiedad del clero y denunciaron, con pena honda, la deriva hacia el abismo de una sociedad dirigida por clases improductivas. Así también los ilustrados dieciochescos, así los regeneracionistas y krausistas. Así los hombres del 98, cuyo eco ecuánime alcanza el impulso de la Segunda República que, con la frecuente y malintencionada ocultación de Azaña y sus mejores hombres, mucho se agita y pobremente se conoce.

A tal punto que, superado el franquismo enhorabuena por el propio acabamiento natural del dictador y después de treinta y tantos años de gobiernos elegidos, es verdad testada tozudamente por los hechos que, con mayor responsabilidad de Blanco que mía desde luego, los de Zeta se orientaron a la inanidad de una escuela deplorable que, lejos de instruirlos, sumió impunemente a varias generaciones de los españoles más débiles en un papanatismo letárgico para contento de demagogos y sangrante ludibrio de España.

Mas si los dioses escribieran con renglones torcidos el destino derecho de los hombres, algo aún podría hacer por nosotros quien ahora es ministro como era entonces secretario de Organización del PSOE, un partido con varios años de Gobierno, un gobierno "de izquierda", una izquierda a la que sus detractores acusan de sedicente y tramposa.

Algo podría hacer por nosotros que no fuera aplazar sine die lo inaplazable. Algo podría hacer todavía ahora que ha doblegado decididamente a los controladores aéreos quienes, sin freno y a su antojo, se habían acostumbrado a cabalgar al país por lo menos dos veces al año más que el Gobierno.

Algo podría hacer él para asegurar los plazos y las obras comprometidas. Algo podría hacer, pero el ministro de Fomento, al alza en el Gobierno, tras congelar las pensiones y recortar los sueldos de los funcionarios, a despecho de los millones de desempleados -¿cuatro? ¿cinco?-, nos habla ahora de subir de nuevo los impuestos con el argumento falsario de que los que aquí pagamos, son "los más bajos de Europa".

Porque no es cierto que en materia impositiva estemos tan lejos y tan por debajo de la media europea y aún lo es menos si se soslaya la comparación de los salarios y se silencia de paso el espeluznante fraude fiscal que se consiente entre nosotros.

Algo podría hacer y tal vez lo haga todavía cuando menos lo esperemos. No en vano quienes en aquel tiempo de precarias certezas -la justicia, el amanecer, acaso el verano- en Lugo fuimos correligionarios de Clemente Orozco sabemos de antiguo que no hemos de enredarnos en estadísticas y análisis en los que el dolor se difumina o se congela. Que la esperanza de las víctimas de la injusticia y la ignominia depende tanto de la literatura como de la ciencia y de la tecnología. Que, en definitiva, la mejora del mundo depende sobre todo de nuestra vergüenza.