Con morboso componente sexista y Aído callando; con Aznar más presente que Zeta, exhibiendo a lo Clark Gable su trabajada figura por ayudar a Rajoy; con Rubalcaba aplacando en Rabat al tirano, sin detenerse previamente en la ciudad acosada para tranquilizar a sus moradores; supimos finalmente que el Partido Popular había incendiado Melilla.

Lo desvelaba sin tapujos el diario zapaterista Público, en portada y a cinco columnas, mientras el fuego se enseñoreaba de la Península y Galicia ardía -y moría- por la voluntad criminal de los pirómanos.

No parece sin embargo que sea la oposición más que el Gobierno, la que de tanto en tanto promueva el acoso de Marruecos a las ciudades españolas del Norte de África. Antes bien, todo indica que la monarquía alauita, en beneficio propio, se muestra decidida a aprovechar la gravísima crisis institucional de España, el progresivo debilitamiento del Estado y la subsiguiente impotencia del Ejecutivo.

La Historia enseña que Ceuta y Melilla son ciudades españolas, y como tales preexistentes -en 500 años- al Reino de Marruecos, pero ¿cómo podríamos nosotros defenderlas si quien las pretende discutiera la verdad histórica y aun la amenazara? ¿Qué podríamos hacer si Mohamed VI, porque ya no le resultara más rentable esta cíclica provocación veraniega, hiciera ascos al morreo de quien se dice primo y decidiera anexionarlas sin más bálsamos, pero con la aquiescencia o la inhibición internacional, muy probable en el caso de los Estados Unidos y absolutamente segura en el caso de Francia? ¿Cuál sería la postura de Cataluña, desleal al Estado y disfrazada de mártir para que se la colocara por encima de las obligaciones que la Constitución exige a todos los españoles? ¿Qué podría hacer o dejar de hacer entonces el Gobierno de España?

Más preguntas incómodas podríamos plantearnos. Porque, ¿qué cosa es cabalmente lo que nosotros aún llamamos España? ¿Qué cosa es España para Zeta y para Caamaño, a quien aquel encargó "el rescate del Estatuto de Cataluña" tras la sentencia del Tribunal Constitucional? ¿Qué cosa es España vista desde fuera, desde Europa o desde América, por ejemplo? ¿Qué cosa es España vista desde Marruecos, tan atento a nuestros signos de debilidad mientras crece en él la amenaza imparable del fundamentalismo islámico?

Por otra parte, hay quien sostiene que el conflicto con Marruecos no es resultado inevitable de un choque de culturas sino de la contraposición entre los opulentos y los desheredados de la Tierra. Vistiendo su inmoralidad de filantropía, las democracias occidentales aspirarían sólo a explotar a las víctimas que segregan las teocracias islámicas más sanguinarias. Al cabo, no fue ayer Lepanto más que un episodio en la disputa por la hegemonía mediterránea y ante los innumerables miembros de la familia saudita o los emires "del Golfo" que de vez en cuando nos visitan, tampoco manifestamos hoy el recelo que nos lleva a desdeñar a otros musulmanes llegados en pateras. De cualquier modo aunque así fuera, descompuesta en su interior y sin alianzas internacionales que pudieran valerla, España estaría, en Ceuta y Melilla, al albur de Marruecos, que nos conoce bien y maneja los plazos.

Así las cosas, ante lo que los españoles hemos hecho de nosotros mismos, algunos expertos independientes anticipan que sólo se vislumbran ya dos formas de preservar, si no la integridad del territorio, al menos los derechos de los ciudadanos. Uno -imposible contra la oposición de Francia- sería el decidido compromiso de la Unión Europea para involucrarse allí en la defensa del flanco más débil de su frontera Sur. El otro -impensable sin el apoyo de EEUU-, un estatuto internacional que considerara a Ceuta y Melilla como ciudades francas para salvaguardar, en cualquier circunstancia, aquellos derechos y garantizar el respeto a los intereses legítimos de melillenses y ceutíes.

Dicen que Moratinos es incapaz de dos cosas al tiempo. Y, si existiera todavía, no debiera el ministro de Exteriores distraer por eso en demasía la atención debida a estos españoles para extraviarse sin demora en asuntos tan remotos, tan ajenos y tan lamentablemente irremediables como el de los malhadados congoleños con pie zambo.