Me enfadé unas cuantas veces con mi amiga Raquel porque a cada hombre que se le acercaba en la barra de Rahid lo rechazaba alegando que su modelo para emparejarse era John John Kennedy, el hijo del presidente norteamericano asesinado. Se resistía a creer que aquel elegante y atractivo muchacho educado en Harvard fuese ajeno a los desvelos sentimentales de aquella profesora universitaria que vivía a las afueras de Compostela en un ambiente en el que solo era interesante quedarse en cama. Yo le decía que su mundo y el mundo de aquel hombre eran mundos distintos y que lo mejor sería que readaptase sus aspiraciones pensando en la implacable realidad de sus posibilidades. Sostuvimos ese debate muchas noches a lo largo de unos cuantos años, hasta que la noticia del accidente de avión que le costó la vida al muchacho salido de Harvard lo ensombreció todo. Aunque se esforzara en disimularlo, mi amiga estaba triste, abatida, casi llorosa, como si echase de menos algo de luto en la ropa. Aquella no fue una noche como las otras. Me pareció que el dolor de aquella mujer era sincero y que su prioridad al filo de la madrugada era regresar en silencio a casa, hacer la maleta y salir con urgencia para Washington a bordo de un avión en el que incluso fuesen negras las luces de gálibo y la leche para el té.

Muchas veces me he preguntado por qué algunas personas se fijan aspiraciones fuera de su alcance y sufren luego como si no conseguirlas fuese un terrible fracaso, como sufriría un ciego desencantado por no haber obtenido la licencia de piloto. Supongo que si hacen eso es porque temen fracasar en el intento de alcanzar objetivos más asequibles y prefieren aspirar a lo que es descabellado. A mi amiga Raquel la muerte del apuesto John John Kennedy la sumió en un dolor evidente, aunque en cierto modo protocolario, porque suponía el final mítico de una relación inexistente, algo para ella más soportable que si la hubiese rechazado el amable barman de aquel pub de Compostela en el que mi amigo Paco Cereijo y yo lloramos una madrugada con sorprendente sinceridad la muerte de John Denver como si su avioneta se hubiese estrellado ex profeso para nosotros en la puerta del bar y con las llamas del siniestro incluso se hubiese calcinado el fuego. Lo cierto era que en la puerta del bar era invierno y de madrugada solo se estrellaban contra la lluvia la niebla, el silencio y el viento, pero el jefe y yo escuchamos con tristeza y recogimiento uno de aquellos vinilos de John Denver en los que todos éramos tan jóvenes, maldita sea, que ni siquiera nos habría envejecido la muerte. Pero lo de mi amiga Raquel fue distinto. Al saber la noticia de la trágica muerte de aquel Kennedy rico, elegante y clorofílico, dejó la copa sin acabar, se subió el cuello de su gabardina y salió a la calle aterida de frío, encorvada de dolor, en silencio y despoblada, como si supiese que días más tarde en el Cementerio Nacional de Arlington todo el mundo se preguntaría quién era aquella mujer que sufría discretamente su dolor en los confines del camposanto, tiesa y genérica como una tulla negra, callada y al margen del protocolo, mientras una escuadra de marines paleaban un azafrán de tierra sobre la tumba de aquel muchacho de Harvard con un gesto ceremonial y al mismo tiempo entrañable, como si al cadáver del joven Kennedy su apetito sin hambre le hubiese pedido juntos la sémola del desayuno y el editorial del Post.

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