A menudo hay que defender al periodismo de los periodistas. Wikileaks ha contribuido a esta labor benéfica mediante un ejercicio de cirugía sin anestesia. Los documentos de la diplomacia estadounidense diseminados por esta organización no solo pulverizan la versión oficial de la historia, también dinamitan la reconstrucción periodística de la realidad. Se suponía que la prensa era más exacta por exigente, los cables demuestran que pecaba de edulcorada. Ha mostrado un exceso de confianza lindante con el patriotismo más ramplón.

Era inevitable que la terapia cursara con la resistencia activa de parte del periodismo. Se lanzan sospechas sobre una difusión selectiva -al fin y al cabo, la organización solo ha lanzado 250 mil documentos-, cuando la metralla diplomática supera en exhaustividad a la suministrada por cualquier fuente periodística. Wikileaks es un archivo, no un medio de comunicación, y los gurús afrentados pugnan por mantener cuotas de penumbra. Es decir, por proteger datos que solo conocen los periodistas con acceso a los cenáculos, y que escamotean a sus lectores en una peculiar aplicación de la libertad restringida de expresión.

Entre que los secretos de Estado reposen en manos de esa entidad o de Wikileaks, mejor no elegir. Ni el botox de Gadafi ni la inocencia homicida de Estados Unidos -siempre a punto de desenfundar- causan sorpresa, pero hay revelaciones inquietantes que no obligan a confesiones, pero sí a la transparencia que elimine sospechas de vasallaje. La Audiencia Nacional y la fiscalía general del Estado pueden empezar por desvelar en cuántos actos, banquetes, ciclos de conferencias o cursos patrocinados por instituciones norteamericanas han participado los miembros de su plantilla. Alentar instrucciones penales con fondos públicos para que fracasen tiene un nombre muy feo. Los cables diplomáticos son más divertidos que las crónicas periodísticas, evidencia desalentadora para ambas profesiones. En resumen, Wikileaks obligará a espabilar a los periodistas. Lo necesitamos, créanme.