Las ventanillas de los viejos trenes de madera se podían abrir totalmente, al extremo de permitir el paso de una persona. Por ello solían llevar clavada en el marco una pequeña placa con la leyenda: "Es peligroso asomarse al exterior". La autoridad ferroviaria pretendía evitar que palos de señales, ramas de arbustos o paredes de túneles rebanaran la cabeza del viajero imprudente que sacaba medio cuerpo, pero el ingenio popular se apresuró a interpretar que era una consigna política, ya que al franquismo no le gustaba que la gente se asomara al extranjero democrático y lleno de izquierdistas legales. "Usted menos viajar y más leer el periódico", era una réplica atribuida al dictador cuando los periódicos contaban lo que les dejaba la censura.

Convenía por descontado asomarse al exterior político europeo, y sigue conviniendo ahora que las ventanillas de los trenes son fijas. Asomarse para aprender, pero también para quitarnos ciertos complejos en los que a veces nos regodeamos sin motivo. Quizás por un atavismo histórico, la autoestima española es de las más bajas de Europa. Nos flagelamos más de la cuenta, y mirar hacia afuera puede poner algunas cosas en su sitio. Por ejemplo, cada vez que nuestra clase política nos avergüenza, es aconsejable asomarse el exterior para ver que otras habas se cuecen, y con frecuencia consolaremos nuestro espíritu.

La contemplación del puchero italiano nos reconfortará casi siempre, y al irrepetible Berlusconi cabe atribuirle la mayor contribución. La senda delirante que han tomado sus apariciones públicas desde que los focos de los noticiarios y de los tribunales se han fijado en las fiestas sexuales que organiza (y a las que fue invitada al menos una menor, cuya participación está siendo investigada por la fiscalía) son la culminación de una forma de ser bravucona que al principio pudo parecer seductora a algunos, pero que ha degenerado en caricatura.

El último episodio produce vergüenza ajena. Berlusconi controla la televisión pública desde el gobierno y una gran parte de la privada desde su imperio económico. Pero unas pocas cadenas escapan a su dominio, y no puede impedir que traten sin cortapisas de sus problemas con la justicia y en especial el asunto de la menor, que le pone especialmente nervioso. Eso explica porqué intervino en directo en un late show de la cadena La 7, que debatía el tema, para lanzar un rosario de insultos al presentador y a la mayoría de contertulios. Al espacio lo llamó "prostíbulo" y a las mujeres participantes, "señoras por llamarlas de alguna manera", mientras invitaba a una eurodiputada de su partido a abandonar el plató (lo que ella no hizo). Fue solo un minuto, pero que ha dado la vuelta al mundo y que ha dejado por los suelos el ya escaso prestigio del Cavaliere.

¿Alguien se imagina al presidente del Gobierno español comportándose de tal guisa en un programa de la televisión privada española? ¿Alguien daría un euro por un dirigente político de este país que alardeara de sus hazañas sexuales? Al lado de lo que ocurre en Italia, las salidas de tono de los políticos españoles parecen de una bondad e inocencia sumas. Y sin embargo, no ha sido hasta ahora, cuando incluso el Vaticano le ha dado la espalda, que Berlusconi ha empezado a caer en desgracia entre sus ciudadanos, aunque un 45% todavía crea que no debe dimitir (contra un 49% que lo desea). Y su partido volvería a ganar porque, además, la izquierda está desaparecida.

Antes de los escándalos sexuales, Berlusconi ya era prepotente, grosero, machista y manipulador, y el pueblo le adoraba. Tal vez Italia tenga todavía añoranza de aquellos césares imperiales que dieron gloria y corrupción a partes iguales a la antigua Roma. Las piedras gastadas del país transalpino han visto tantos siglos de ejercicio del poder, refinado y brutal, que sus gentes nacen curadas de espantos. Pero cuando se contempla el espectáculo desde nuestro extremo pudoroso del Mediterráneo, a uno se le ocurre lo de "no estamos tan mal".