Arteixo es un municipio colindante de aquel donde yo resido. En cierta manera, ambos forman parte del mismo núcleo urbano y es difícil dilucidar dónde empieza uno y termina el otro. La confusión en la frontera es total y recientemente se dio el caso de que unos vecinos de Meicende (Arteixo) pidieron integrarse en el municipio más populoso para protestar por la falta de servicios en el suyo propio. En sus orígenes, Arteixo fue, preferentemente, un concejo agrícola y ganadero que vivía del comercio con la ciudad cercana. Cuando yo era niño, todavía venían de Arteixo, a pie y a caballo, las mujeres que traían la leche, las verduras y las legumbres para el mercado. Era un lugar tranquilo y apacible, y allí estaba ubicado un balneario, hoy restaurado, que presumía de buenas y salutíferas aguas. Con el paso de los años fue convirtiéndose en una caótica ciudad dormitorio y en un polígono industrial en permanente expansión. Ahora, hay una central térmica enorme y es la sede de algunas de las empresas más importantes de España. Entre otras, Inditex, cuyo accionista principal ha levantado un centro hípico al que acuden todos los años los mejores caballos y los personajes más distinguidos de la alta sociedad internacional. En cierto modo, el municipio de Arteixo va absorbiendo las instalaciones industriales que antes radicaban en la ciudad donde resido, que no tiene espacio donde albergarlas. De hecho, uno de los tres periódicos de la ciudad es ya un periódico de Arteixo y, por si fuera poco, se está construyendo allí, con gran dificultad técnica y dispendio de dinero, el puerto ("puerto exterior" le llaman) que sustituirá al que todavía puedo ver desde la ventana de mi casa. Lógicamente, con el desarrollo industrial llegó mucha gente de fuera a trabajar y en unos años se formó una comunidad, de unas 500 personas, de religión islámica, que nunca tuvo mayores problemas de integración. Hasta que se planteó el problema de una niña española, perteneciente a esa comunidad, a la que el reglamento de un colegio público le prohibía el uso del velo para asistir a clase. El reglamento, seguramente, fue aprobado en aquellos momentos de histeria reaccionaria contra el Islam (que ahora se está revisando velozmente dado el cariz democrático de las revoluciones populares en los países árabes), y los mismos que antes votaron a su favor no podían dejar de ser coherentes con sus decisiones. En consecuencia, los miembros del Consejo Escolar acordaron pedir a la las autoridades de la Xunta el traslado de la niña a otro centro donde no hubiera problema para llevar el velo. A todo esto, la alcaldesa (PSOE) se metió en medio e intercedió por el derecho de la joven a permanecer reprochando a sus compañeros de coalición en el gobierno municipal (Terra Galega) que se manifestasen en contra. Y, a su vez, las autoridades de la Xunta (PP) protestaron de que les pasen la patata caliente de una decisión que entienden no les queda más remedio que ratificar. En fin, un lío parecido el que se dio, con gran repercusión mediática, en el municipio madrileño de Pozuelo. Normalmente, una chica nacida en España no debería tener problema para llevar el velo en clase de la misma forma que se les permite a las monjas llevar tocas y a los curas alzacuello. Que se sepa, a las alumnas de los colegios públicos de Ceuta y Melilla, ciudades autónomas españolas regidas por gobiernos del PP, nadie les ha impedido llevar velo.