"Tras la puerta de cada hombre satisfecho, feliz, debería estar otro que diera golpes sin cesar con un mazo para recordarle que hay desgraciados; que, por feliz que sea, tarde o temprano, la vida le sacará las garras, que acontecerá una desgracia -enfermedad, pobreza o pérdida- y que nadie le verá, ni le oirá, como él no ve ni oye ahora a los demás". (Chejov)

Rara es la vez que, al asomarnos al pasado que hemos vivido, no nos acucia, como si fuera un respingo, la certeza de que nos estamos retrotrayendo a un tiempo de inocencia, a un tiempo en el que muchos de los dolores que nos fueron forjando estaban todavía muy lejos de nosotros. Si a eso le añadimos que ese pasado que rescatamos en los desvanes de la memoria lo vemos como un tiempo ñoño, resulta inevitable el sarpullido que nos produce la comprobación de haber sido pobladores de escenarios ingenuos.

Tan pronto tuve noticia de la muerte de Amparo Muñoz, experimenté esto que acabo de escribir. Hermosa mujer que se asomaba a la España de entonces en un momento de esperanzas y miedos, pero que, aun así, todo parecía más sencillo. Ávidos estábamos de belleza y libertad. Belleza que la recién fallecida mostró en el cine. Libertad tras la censura. Y, bien mirado, ¡qué ingenuo era todo aquello! ¡Qué poco se sabía de la vida entonces, cuando parecían no tenerse en cuenta los tintes dramáticos, incluso trágicos, que hay en la existencia humana! ¡Y eso que la boga del existencialismo de importación no estaba aún exánime!

No estamos hablando de una gran actriz, ni de un personaje que deslumbrase por su talento, sino más bien de una víctima de su tiempo, de una víctima de la inocencia de entonces en la que todos, incluidos lo que entrábamos en la adolescencia, incurrimos.

Lo cierto es que transcurrió mucho tiempo sin que Amparo Muñoz tuviese un cierto protagonismo en la vida pública. Y, en sus reapariciones, acusaba el dolor; se diría que se mostraba en ella el precio tan alto que pagó por aquellos tiempos de inocencia.

Y es que, como bien sentenció Gil de Biedma, "la vida iba en serio". No, no bastaba la belleza vinculada a la progresía. Me estoy refiriendo a una película que seguramente no conoce la actual ministra de Sanidad, en la que Patxi Andión y Amparo Muñoz escenificaban de continuo el ritual del cigarrillo tras el polvo, ritual que llegó a hacerse rutinario en muchas de las escenas de la película. Pero, por mucho que nos los quisiésemos creer, el paraíso no se alcanzaba por el maridaje entre una supuesta libertad sexual, que tantos prejuicios arrastraba, y la progresía que representaba aquel cantautor del que desde hace mucho tiempo no se tiene noticia. Ingenuo destape, inocentes tiempos, progresismo plagado de tópicos que en nada espectacular fructificaron. El esplendor de Amparo Muñoz fue, en efecto, un tiempo de inocencia. Tiempo que definió con precisión y rigor Eduardo Subirats: "La democracia se definió tempranamente mediante la metáfora pornográfica del destape. Se ha asociado la democracia a un exhibicionismo del que no puede hacerse precisamente juicios estéticos en nombre del buen gusto, pero que, sobre todo, traducía la degradación de una aspirada transparencia social, democrática, a un espectáculo en el que lo mismo daba la vida sexual de una actriz de pacotilla que los negocios sucios de un diputado".

No es el caso hacer un repaso biográfico de la trayectoria de Amparo Muñoz, sino de incidir en aquel tiempo de inocencia que muchos recordamos y vivimos al que siempre estará vinculada la actriz que acaba de fallecer. La vida, en efecto, iba en serio. Y la suya no encontró feliz acomodo con la ñoña fórmula de atractivo sexual y progresismo de pacotilla. Tampoco en supuestos paraísos artificiales en los que pudo tropezar más tarde. Recordar a Amparo Muñoz, al menos para los que entrábamos en la adolescencia cuando hizo sus primeros pinitos en el cine, supone, como vengo diciendo, caer en la cuenta del altísimo precio que tiene la inocencia. Un precio de dolor y dramatismo. Un precio que tira por los suelos lo fácil y lo ñoño.

Y es que hay ocasiones en que evocar el pasado no provoca nostalgia, sino desgarro. El caso que nos ocupa es inequívoco al respecto.