Con motivo de la muerte de Elizabeth Taylor me reencontré ayer con el recuerdo inevitable de la figura de Richard Burton, que fue su marido en dos ocasiones y sin duda el hombre en el que la actriz volcó tanto los gestos más dulces de su amor, como los modales más agresivos de su odio. Ambos reconocieron haber sido muy felices en los dos tramos matrimoniales de su relación, aunque jamás negaron que su convivencia superase con frecuencia la masa crítica y que en ese caso lo mejor fuese retirar la vajilla de la mesa antes de que empezasen las hostilidades y resultase destruida la preciosa sopera. Estoy seguro de que hay estudios psicológicos que explican con detalle las razones por las que forman pareja dos personas que por su carácter parecen condenadas a no entenderse y a salir de la relación a trompicones. También creo que no hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que algunas personas establecen relaciones en las que el placer se concibe como la superación de alguna clase de tormento y no les importa el tormento si al final de la furia saben que les espera el reparador llanto del alivio, la felicidad casi analgésica que se agazapa a veces en el colofón del dolor. Saben que les resulta difícil convivir en armonía y sin embargo reinciden y repiten los enfrentamientos cuantas veces sea necesario para revivir con sincera emoción los fastos de la felicidad interrumpida, hasta que la coexistencia resulta insoportable y alguien decide retirar su nombre del buzón de casa. Ambos son por lo general tan sinceros en el amor como en el odio, se emplean con idéntica fogosidad en los besos y en los golpes, se hacen terribles reproches, son sofisticados para herir y parecen dispuestos incluso a matar, pero luego se aplacan porque les puede la nostalgia de los buenos tiempos, porque recuerdan el sabor aceitunado del beso más reciente o, lisa y llanamente, porque a veces el amor resurge de las cenizas del odio o es fruto del cansancio, como el afecto que de manera inesperada funde en un abrazo a dos tipos miserables y rudos que acaban de hacerse sangre en una pelea que bien pudo costarles la vida. Hasta puede ocurrir que ella y él se pongan materialistas, echen cuentas y lleguen a la conclusión de que si es que no son capaces de arreglarse por sus hijos, al menos tendrían que intentarlo para no echar a perder la vajilla recién comprada. Es difícil mostrarse comprensivo con las relaciones tensas y violentas sin que alguien te acuse de apología del machismo. A mí me trae sin cuidado lo que me digan, porque las cosas que ocurren en muchas parejas son en sí mismas lo bastante expresivas como para que no sea necesario evaluarlas. Yo he tenido una relación tensa, muy angustiosa, casi incandescente, en la que me di cuenta de que la repulsión que me pedía dejarla era menos fuerte que la pasión que me empujaba a seguir. Nos hicimos mucho daño emocional, es cierto, y nos levantamos demasiado la voz; también nos hicimos putadas dolorosas y muchas veces nos juramos odio eterno; y hubo ocasiones en las que ablandamos después de agotadoras ofensas y al final caímos rendidos, firmamos la paz, nos tapamos el uno al otro la boca con las palmas de nuestras manos y compartimos durante el resto de la noche el sudor, el orgasmo y la llorera. Con el tiempo las cosas fueron mal entre nosotros y desistimos de seguir. Ni ella ni yo dijimos nada. Y si bien es cierto que ha perdido toda la fuerza entre nosotros la tentación de volver, seguramente a ambos se nos ha pasado alguna vez por la cabeza la idea de que cada tanto tiempo una pareja necesita tener un buen motivo por el que gritarse, romper la cama y renovar la vajilla. A lo mejor en el colmo de la sofisticación erótica y de la inteligencia práctica hay personas que no pueden vivir sin la emoción de los disgustos que amenazan la integridad de la pareja y en un acto de encomiable sensatez acuerdan turnarse para que, llegado el momento del jaleo, alguien tome la inteligente decisión de retirar de la mesa la sopera.

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