Turistero es quien turistea, es decir, quien viaja por obligación social, porque viajan los vecinos y familiares, porque ahora toca, por moda, nunca por deseo íntimo de viajar y ser viajado. Pasaban en la tele un reportaje sobre turisteros por el mundo y, en aquel programa tocaba Praga. La cámara se detuvo en un matrimonio cincuentón, que esperaba a que el famoso reloj astronómico diera las horas y pudiesen entonces retratarse con el fondo de esas figuras alegóricas que desfilan, muestran y enseñan lo fugaz de la vida. Estaban, pues, en la plaza central de una ciudad hermosísima, a dos pasos de la casa natal de Kafka, pleno barrio antiguo praguense, de vacaciones... pero no eran viajeros ni turistas: eran turisteros natos. "Míralo, enfócalo", decía la mujer, muerta de risa, señalando el pañuelo de cuatro nudos que su marido llevaba en la cabeza como protector solar. En un gesto cómplice, se llevó los dedos a la nariz y sacudió unos mocos imaginarios, indicando así que el seudogorro de su hombre estaba poluto. "¿Qué les parece Praga?" preguntó la periodista. Torcieron el gesto: "Mal, está muy vieja", sentenció la mujer con los labios fruncidos. El varón asentía, y, tirando de demostrativo descortés, concluyó: "Ésta se ha ido, nada más salir de hotel, a un centro comercial que hay delante. Se pasó allí toda la mañana para matar el aburrimiento". Sonaron las campanadas y allí quedó la pareja.

¿Praga aburrida? ¿Viajar a la capital de Bohemia para embutirse en un centro comercial? Claro que la Praga vieja y la vieja Praga son viejas, menos mal, qué interés tendrían para un viajero si no lo fueran. Pero a aquellos dos y a tantos otros que me impiden ver con calma y recogimiento el sobrecogedor cementerio judío praguense, desentrañar el misterio de las sinagogas, pasear en calma sobre el pavés y por las callejas del barrio de Josefov, atravesar el Puente de Carlos demorándome en cada estatua, subir al Hradcany y arrodillarme ante el número 22 del Callejón del Oro, qué sé yo: comerme una monumental salchicha en un puesto de la Staromeske Namesti con unas cuantas bandas espontáneas dándome jazz, música folclórica checa o una pieza de Smetana; a aquellos dos y a tantos otros, digo, les pediría que si lo que les gusta son los centros comerciales (lo que me parece muy bien) que invadan alegres los de su ciudad, que sin duda tienen unos cuantos a tiro de coche, y nos dejen Praga (o Venecia o París o Estambul o...) libre a quienes no nos gustan los centros comerciales y sí Praga (o Venecia...). Les pediría que, si les molestan las ciudades viejas, vayan a las nuevas y dejen Praga (o Estambul...) a quienes nos gusta pasear sin bullicio por las ciudades antiguas. Que si les aburre Praga (o París...) no vayan, que no hay por qué, no la llenen de griterío, aglomeración y porquería, no la saturen de bandadas de turisteros a quienes les importa un pimiento lo que ni siquiera se detienen a ver con la unción que merece. Nunca me hallarán ustedes entre el público de una competición de "motocross"; nunca en una discoteca; nunca presenciando rallies o Fórmula 1; jamás en la hípica. Respeto tanto a los que les gustan tales actividades que ni por asomo se me ocurre ir a ellas a molestarles con mi presencia. A cambio, ¿no podrían dejarme en paz a mí con lo que me gusta? Porque, para sufrir de aburrimiento, no vayan, no penen como aquel alumno que sentado en un bateau mouche del Sena, a la vista de Notre Dame, en viaje de estudios pagado, exclamó: "¡Qué coñazo, profe! ¿No nos llevas a las Galerías Lafayette?"