La tía Matilde nunca se levantaba de su sillón, en aquel piso señorial del centro burgués del ensanche, de aquella acomodada familia venidera a tal situación por favores agradecidos de los poderes asentados en la ciudad y por el beneficio oscuro e inmoral del estraperlo en la posguerra.

Allí se iba a rendir pleitesía, a pedir favores, económicos -mayormente de urgencia vital- , concedidos siempre con la venia del consorte, practicante en cirugía menor y corrupción al por mayor.

Pero bueno, no estamos hoy para analizar memorias históricas, sino para hablar de optalidones. Aquellas pastillitas rojizas se despachaban en las oficinas de farmacia, sin recetas ni gaitas, eran drogas baratas y, sobre todo, eran un remedio efectivo e imprescindible. No sé si la tía Matilde tomaba optalidones, pero cuando la familia más cercana visitaba a la tía Matilde, sí tenía que tomarse un par de grageas más de las ordinarias con el carajillo de sobremesa. Los días en los que había que humillarse ante la tía Matilde la dosis tenía que ser mayor. Eran así los efectos secundarios de la historia con minúsculas que se sufrían así, día a día, ellas condenadas a la dependencia de las anfetaminas y a barbitúricos varios en la composición del optalidón, para aguantar penas, penas de mujer, de mujeres desgraciadas por hombres desgraciados; penas como las de hombres, también desgraciados naufragando en el vaso de licor madrugador.

Los que lo pueden recordar no tienen conciencia de consumo legal de drogas durante los años 50 y 60, eran principios activos indispensables para mantener activa a la población femenina, su sometimiento y docilidad eran indispensables, pero su actividad también lo era, si en aquel momento se hubiese cambiado la composición -tal y como se hizo en los 80, reduciendo y cambiando ciertas maldades químicas- el país se hubiese hundido, muchas familias se hubiesen caído en el pozo sin fondo, sin el sostén femenino, la célula social por excelencia hubiese hecho aguas.

Años después pareció que hubiese sido Francisco Umbral el que pusiera de moda el optalidón y la copita de acompañamiento, la sociedad bienpensante se escandalizó, pero sus aspavientos solo sacaron a la luz lo que la realidad alumbraba desde décadas atrás de rancio franquismo. Poco han cambiado las cosas, se sigue sobreviviendo en cualquier taberna de pueblo bajo los efectos del vino del año y de los cuatrocientos euros que pueden venir del más allá de la realidad palpable de la misericordia y se sigue viviendo porque el bueno del médico de cabecera te receta un ansiolítico imprescindible para levantarse de la cama y hacer filigranas todos los días para repartir los cuatrocientos euros y que haya potaje en la mesa para todos los que lo necesiten en el clan.

Ya no es la tía Matilde la que sufraga las limosnas, ahora es el estado del bienestar el que paga ansiolíticos y garbanzos.

¿Es esto el bienestar que algunos quieren conservar a toda costa porque es una necesidad inmediata o es lo que otros consideran superfluo y por lo tanto hay que recortarlo?

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