Los dos grandes han dejado a un lado las promesas de colores y han puesto en la agenda electoral el debate sobre recortes, impuestos, pensiones, despidos y demás asuntos amargos que esta sociedad creía cosa de los países de abajo en esos rankings donde nosotros acostumbrábamos a estar arriba. Ha calado que las cosas están mal, que la salida va a costar tiempo y que, no para todos claro porque siempre ha sido así, comportará sacrificios serios. De nada sirve negar la realidad aunque sea comprensible que cada sector productivo o de servicios proclame su importancia, su trascendencia social o económica, para eludir su irremediable e imprescindible contribución dolorosa a la salvación general. No es verdad que el Estado del bienestar vaya a permanecer en su dimensión actual tras el 20N. El PP, porque es una de sus señas de identidad, apuesta por el máximo desmantelamiento del sector público y los fuertes apoyos en subvenciones, privatizaciones, reducción de impuestos, desregulaciones, reforma laboral, al sector privado. No hace falta que lo explicite en su programa. Ya lo está empezando a hacer en las comunidades autónomas. Como lo está haciendo Mas en Cataluña. La tentación del PSOE puede ser la de encabezar la protesta, pero no debería caer en ella. No ya porque resulte chocante, como poco, que capitanee la caída el hasta ayer vicepresidente de un gobierno que ha rebajado impuestos, consentido la burbuja inmobiliaria, descuidado muchos controles en materia de fiscalidad, ampliado el gasto público sin el rigor necesario y, en fin, que ha dejado tantas cosas por hacer en tantos campos, ahí está, a buenas horas, la propuesta de incompatibilizar los cargos de alcalde y diputado, sino porque durante muchos años vamos a necesitar dos cosas fundamentales: prudencia y revisión de lo que entendemos por Estado del bienestar. Dos cosas para las que se necesita una izquierda sensata y honesta en todos los órdenes, también en el ideológico, y no una izquierda que agite la calle.

Que toda prudencia y sosiego social será imprescindible y que el PSOE juega en ello un papel decisivo no necesita muchas explicaciones. Hasta hoy la crisis ha provocado conflictos limitados, pero si falta cordura y se opta por la agitación nadie garantiza que la conflictividad no aumente y que así perdamos todos. Sobre lo segundo habrá que revisar muchas cosas y mejor será que lo haga la izquierda moderada. Los cheques bebés indiscriminados, los libros gratuitos, los AVES, las Universidades o las televisiones públicas para todos no forman parte del Estado del bienestar. Las subvenciones, encubiertas o no, a la prensa, a la cultura popular o selecta o a los sindicatos tampoco. Hay que revisar dogmas en sanidad, en educación, en coberturas al desempleo o a la enfermedad. Si la rebaja de la factura farmacéutica no ha dañado la protección de la salud, ¿por qué no un copago razonable y proporcional a las rentas?

Pero además es imprescindible que la izquierda moderada rectifique seriamente sus deficiencias en la gestión de lo público. ¿Es que el Banco de España no conocía los blindajes escandalosos de los directivos de la CAM y su presumiblemente delictiva administración de la entidad, o lo que pasaba en las cajas nacionalizadas? Había que haber frenado antes los excesos de las comunidades autónomas y los ayuntamientos. Y el fraude fiscal de grandes y pequeños empresarios. ¿No se han aumentado las plantillas de trabajadores públicos por razones ajenas a las necesidades del servicio? El Estado del bienestar es una irrenunciable conquista europea, contribución si no única sí decisiva de la socialdemocracia, que no sólo no se consolida administrándola con criterios de beneficiencia y de amiguismo, con prodigalidad e irresponsabilidad, o manteniendo dogmas insostenibles en una sociedad por fortuna muy distinta de aquella de la postguerra con necesidades radicales que cubrir, sino que se corre el riesgo de poner su gestión en las manos menos adecuadas. Si eso ocurre el 20N será porque en sus dos mandatos los socialistas no han hecho bien sus deberes.