En su libro autobiográfico Memorias de estío, Miguel Herrero de Miñón reflexionaba sobre el difícil engarce de las autonomías en el tejido histórico de España. Frente al "café para todos" que instaura la Constitución, Herrero defendía una especie de asimetría entre la España descentralizada -Cataluña y Euskadi, como regiones autónomas, y quizás también Galicia- y el resto del país, que tendría una gestión administrativa común. Las diferencias, argumentaba el político conservador, son esencialmente históricas y se alimentan de símbolos. El nacionalismo catalán siempre se ha mostrado especialmente sensible a este hecho; al menos en su retórica pública. Tal vez por esa razón, el nacionalismo periférico no ha defendido un sistema confederal ni se ha sentido especialmente cómodo con el modelo autonómico, sino que ha pretendido tratar distinto lo que es -o lo que se siente a sí mismo- distinto, dando prioridad a su componente simbólico frente a la concepción más unitaria del resto de la nación. Pero eso que pudo haber sido no fue y se optó, en cambio, por un modelo cercano al federal que no ha acabado de resolver ninguno de los problemas de la estructura del Estado.

Pensaba en todo eso -las autonomías y la propuesta de Herrero de Miñón, quiero decir-, al leer en la prensa las primeras valoraciones que se han hecho de los ocho años de mandato de Rodríguez Zapatero. Seguramente la historia le terminará juzgando como a un Hoover, esto es, como un estadista incapaz de comprender el alcance y la magnitud de la crisis que le tocó lidiar; aunque este aspecto no debería hacernos olvidar que el mayor fracaso del político leonés consiste en haber incumplido sus promesas reformistas. Zapatero llegó al gobierno de España con la promesa del cambio y con un discurso que se emparentaba con la tradición modernizadora de la izquierda española. Sólo el paso del tiempo -que, a veces, fue muy breve- permitió calibrar el verdadero sentido edénico y cortoplacista de su visión política. La sustitución de la justicia por el sentimentalismo como fuente generadora de derecho, por ejemplo. O su incapacidad para modificar un sistema tributario, profundamente regresivo con las clases medias, a pesar de su promesa inicial de tipo único. Es cierto que algunos columnistas han usado el término valentía para referirse a las decisiones que adoptó en sus primeros años de gobierno. Quizás la tuvo con ETA, no lo sé. Pero, en la mayoría de ocasiones, actuó movido por una especie de tactismo político con profundas raíces demagógicas. Que de este modo no se construye un edificio sólido es evidente. Que los resultados han sido, a menudo, perturbadores, también.

Pero hablaba de las autonomías porque me he acordado de uno de los conceptos clave con los que llegó Zapatero al poder: el de la España plural. Nadie sabía muy bien lo que significaba, pero era lo suficientemente ambiguo y eufónico como para contrastar con la rigidez del discurso nacional de su predecesor. Ahora comprobamos que ambos -Zapatero y Aznar- dañaron el país, aunque sea por motivos diferentes. Con ambos, la articulación del Estado derivó hacia el autismo social. Se trata de un autismo ad extra -entre las distintas regiones que conforman España-, pero también ad intra, con la creciente atomización social. Al final, la cohesión de la nación -así como su apertura al exterior- continúa siendo el gran reto pendiente del país: educación, innovación, cultura del esfuerzo, pero también equilibrio social e inter-territorial. Quizás el auténtico progresismo no sea nada más que eso: cohesión y equilibrio. Ni nada menos, claro.