Un juez de cuyo nombre sí me acuerdo pero no quiero mencionar, no vaya a ser que lea esta cuartilla -cosa improbable- y le regale un subidón al ego, ha dado con la fórmula mágica para dictar justicia que no es otra que la de buscar tres pies al gato. En términos semánticos, eso se traduce por la atribución de acepciones distintas a la habitual a todos aquellos insultos que caigan sobre una mujer. El caballero justificó así a un congénere suyo y mío que había calificado a la legítima de zorra, habida cuenta de que en castellano se atribuye zorrería a quien muestra gran habilidad e inteligencia. Menos mal que aparece alguien dispuesto a llevar a la práctica la interdisciplinaridad, tan cacareada ella y tan difícil de alcanzar, mudando el sillón del tribunal por el del escritorio del lingüista. Gracias a esa virtud, el hallazgo del juez abre paso a un sinfín de juegos del habla que habrán de enriquecer tanto la lengua castellana como para rescatarla de los acosos que sufre por culpa de los teléfonos móviles, el correo electrónico e Internet.

Así, el susodicho caballero, el juez, se verá complacido si le llamo gilipollas, porque el diccionario de la Real Academia equipara su significado al de gilí y éste remite al origen caló que se refiere a inocente. La inocencia es, en todo el ámbito judicial, la condición mejor a la que cabe asierar. También cabría llamarle capullo, como botón de flor o cascabillo de bellota; meapilas -es decir, santo-; imbécil -en el sentido de flaco-; jenízaro -como soldado que es de la causa de la justicia- y atrabiliario -dado que posee con toda seguridad uno de los cuatro humores descritos por Galeno. Me detengo ahí, no vaya a ser que el lector piense que me asesora el capitán Haddock.

Lewis Carroll nos enseñó que las palabras pueden significar lo que uno quiera y, para darle la razón, basta con atender al contexto. Llamar a alguien cabronazo puede suponer hasta un elogio -y no digamos nada ya si se hace en Cuba-. De hecho, cualquier exceso verbal queda matizado siempre que es use un tono festivo. De eso se trata: del animus jocandi, que nos permitió a quienes escribíamos en la época franquista salir más o menos indemnes del Tribunal de Orden Público tras sostener que nuestra intención era graciosa. Bien es verdad que el reo al que el juez de marras dejó irse de rositas había amenazado a su mujer con hacerle un traje de madera, metáfora ésa que, sea cual sea el tono que se emplee, equivale a ataúd. A causa de tanta zorrería, gilipollez y malos modos a los que caballeros como el del tribunal responden con tolerancia y melindres, murieron 85 mujeres el año pasado a manos de su pareja. Vamos ahora, en octubre del 2011, por 51 pero queda mucho tiempo por delante y, gracias al señor juez de la mano generosa, cunde la sensación de que no pasa nada si se insulta a la parienta incluso si, llegado el momento, se le da una mano de hostias. Al fin y al cabo ya lo dijo Gila: el que no aguante una broma, que se vaya del pueblo. O de este mundo, que tanto da.