Yo también me he indignado. Las recientes indemnizaciones millonarias, retribuciones pactadas y aprobadas, a algunos directivos al dejar sus cargos en las cajas de ahorros han sido indignantes. Son finiquitos escandalosos, cierto, pero han tenido el efecto de despertar el sentido común de la sociedad. Esas compensaciones serán todo lo legales que se quiera porque se acordaron libremente y la ley no las prohíbe. Es legal, pero no es justo; eso no es ético, porque la ética está por encima de lo que digan las leyes. Entiendo el ánimo sublevado de cualquiera al tener que aguantar la afrenta de ver cómo unos se embolsan tales cantidades de dinero público cuando la crisis nos atosiga por doquier. ¿Y qué decir de los consejeros, gobernadores de bancos y demás directivos que aprueban tales prácticas? Que son la personificación del perro del anuncio "la voz de su amo". A la postre todos son -eso demuestran- de la misma panda, pues unos y otros se sacuden la vergüenza y tratan de esquivar responsabilidades. Aunque la indignación podría incitarme a romper a pedradas la cristalera de cualquier entidad de ésas, refreno la rabia que me reconcome porque estamos ante enfermos, afectados por una epidemia, y los que así actúan están infectados. Lo peor de esta enfermedad contagiosa es que nadie está inmunizado contra la avaricia, la ambición y el deseo de aprovecharse de los chollos, que son los síntomas de esta peste, mientras que la solidaridad, la templanza y la ética son sus antídotos. Ojalá aprendamos.