Al tiempo de conocerse el fiasco del coche eléctrico en España, bien subvencionado, con unas ventas ridículas frente a las estimaciones milenarias del ministro de Industria, por esas fechas se supo que de las cinco plantas gallegas de biocombustible, también subvencionadas, sólo quedaba una con un funcionamiento ralentizado porque las importaciones de terceros países habían arruinado el negocio que, en su momento, se anunció como un nuevo maná. Los sueños de un bioetanol barato, o de un biodiésel made in Galicia se esfumaron con más pena que gloria. Comentándolo con amigos, algunos metidos en el sector agropecuario, coincidieron en que el revés del biocombstible ya se veía venir, que sólo había servido para encarecer los precios de cereales y de la soja y para que unos espabiladillos se embolsasen las subvenciones con que se apoyaron esas iniciativas industriales. En este diario se publicó un acertado juicio de Portero Molina, catedrático de la universidad coruñesa, sobre la cultura que hemos montado con las subvenciones, reclamando la necesidad de acabar con esos excesos. Y es que existen genios de vivir, y vivir espléndidamente, a fuerza de las subvenciones que tanto se prodigan en este país y en la UE. Son auténticos profesionales, encantadores de subvenciones los llamo, para estar al tanto de los anuncios oficiales, plazos, requisitos y de cómo montar en un plis plas lo que se subvenciona para hacerse con los títulos para cobrar las cantidades prometidas. ¿Y qué queda luego? Nada, algún ERE y un montón de ilusiones perdidas.