Arthur Clarke imaginó en su Odisea Espacial del año 2001 un ordenador que entendía, ejecutaba y a veces desobedecía las órdenes de los humanos, pero el caso de HAL -que así se llamó el artilugio- ha dejado de ser ya ficción para convertirse en ciencia o, más exactamente, en tecnología.

El último de los teléfonos inteligentes que salió hace unos días a la venta no solo reconoce y obedece a la voz de su amo, sino que le da charla al propietario y responde a cualquier pregunta que éste quiera hacerle. Escribe, además, cualquier texto que se le dicte sin necesidad de tocar una sola tecla y gestiona como un eficiente secretario la correspondencia -electrónica, naturalmente- del feliz poseedor del ingenio. De momento, el diabólico aparato no entiende más idiomas que el inglés, pero sus inventores prometen que pronto será políglota y podrá aceptar en español las instrucciones y requerimientos verbales de su dueño.

Parecerá un poco raro, si acaso, ver a un caballero -o una señora- intercambiando preguntas y respuestas en amena conversación con su telefonillo; pero ya se sabe lo rápido que la gente se acostumbra a estas novedades.

Los que ya lo han probado cuentan maravillas sobre la habilidad del enciclopédico teléfono para responder a toda pregunta que se le haga, siempre que uno vocalice bien. A Fraga, por ejemplo, no le va a servir de gran cosa este invento; pero la gente que evite comerse las sílabas recibirá a cambio todo un ingente caudal de información que el aparato se encarga de buscar en la Wikipedia y otras muchas fuentes de sabiduría.

Con algún retraso sobre la fecha prevista, las profecías tecnológicas de Clarke que Stanley Kubrick llevó a la pantalla en su 2001, una odisea del espacio empiezan a cumplirse. El ordenador HAL que recibía órdenes de los astronautas, leía en sus labios y mostraba algo parecido a los sentimientos humanos, ha encontrado una muy aproximada réplica en la última hornada de teléfonos inteligentes. El más avanzado de ellos informa a su dueño sobre el tiempo que hace, le da la hora, le canta una canción y contesta a cualquier pregunta -ya sea trivial, ya de hondo contenido filosófico- que se le plantee. Es, digámoslo así, un amable compañero de charla, con la ventaja de que uno puede llevarlo en el bolsillo y desconectarlo si se pone pesado.

Se trata del primer esbozo de inteligencia artificial para consumo masivo, si hemos de creer -¿y por qué no?- a Walter Mossberg, el experto del Wall Street Journal que pasmó con el invento tras probarlo durante una semana. Y es que el telefonillo en cuestión no solo entiende palabras sueltas -como otros anteriores y más rudimentarios sistemas de reconocimiento de voz-, sino las frases en su contexto e incluso las expresiones coloquiales.

Tan humano es el artefacto que hasta tiene el don de familiarizarse con la voz de su amo -como si fuese un perro- a medida que éste le va dando uso. Basta preguntarle no importa qué cosa para que responda de inmediato como un oráculo de bolsillo: con palabras audibles o con texto en la pantalla. Asegura incluso el probador Mossberg que le respondió correctamente a la pregunta: "¿Quién es el presidente de Irán?", lo que no deja de tener su mérito si uno hace cuenta de que el pirado en cuestión se llama nada menos que Mahmud Ahmadineyad.

Todavía no es perfecto y alguna cosa hay que no entiende, pero eso nos pasa en realidad a todos. El caso es que, a poco que se perfeccione -y sus inventores están en ello- el teléfono inteligente acabará por sustituir a los perritos de compañía de toda la vida. La pega es que este otro perrito no parará de recordarle a su dueño que es mucho más listo que él. Son los gajes del futuro que ya está aquí.

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