Acudí días atrás a dos bancos con el fin de realizar sendas operaciones que se me antojaban de lo más fácil del mundo incluso a mí, que no distingo entre crédito blando e impositivo, ni sé lo que fueren renting o factoring. En un caso, quería pasar unos euros desde mi cuenta a otra. Di a la empleada los datos de la persona cuya cuenta quería engordar y me identifiqué. Tras largo rato de tecleo intransitivo y al reparar en que no daba con la tecla, nunca mejor dicho, decidió culparme: "Eso que pide no se puede hacer si no trae el número de la cuenta del beneficiario". Aduje que ya lo había hecho en alguna ocasión reciente, con lo que bastaba rastrear un pelín los movimientos de mi cuenta para dar con el número buscado. ¡Allí fue Troya, querido lector! Aquella desaforada mujer tronó: "¡Le repito, señor, que eso no se puede hacer!", todo bien silabeado y con retintín en "señor". Me retiré de la ventanilla bajo las miradas reprobatorias de quienes aguardaban cola, pues seguro que me tuvieron por majadero y necio: tanto tiempo para pedir algo que no se puede hacer, habrase visto, ¿quién será este delincuente? (Aclaro que sí se podía hacer, pues tras protestar ante el director de la sucursal por el fondo y la forma de la empleada, en un minuto escaso lo solucionó). En el caso siguiente, quise ingresar en efectivo un dinero. Un empleado me acompañó a un cajero automático allí sito. Mientras con una mano tecleaba los números, sostenía en la otra un móvil por el que conversaba. Con tanto trajín, la cosa no funcionó y el buen hombre me miró culpándome: "Me da error". (Aclaro que, ante mi mal encaramiento, tecleó después y concentrado los números y todo fue como la seda).

¿Es este un artículo protesta sobre lo mal que nos tratan algunos empleados de los mismos bancos donde me consta que hay magníficos profesionales, atentos, amables y sonrientes? También, pero no es el tema principal. Lo es cómo se extiende la nula asunción de responsabilidad entre los adultos, copiada del proceder de los adolescentes, quienes a su vez lo imitan de la casta que ven en la tele. El chaval exclama "no fui yo" antes de que se le pregunte nada, bien lo sabemos los profesores. El adulto culpa al otro o a lo otro, nunca reconoce haber metido la pata. Fijémonos en el modo en que el uso del lenguaje confirma mi tesis. La asalariada del primer banco me gritó "no se puede hacer". Empleó la vaguedad del pronominal "se" y la encubridora perífrasis "puede hacer" para elevar a categoría universal su caso particular de ineptitud, que quedaría al descubierto si lo hubiese formulado poniéndose a ella de sujeto: "Yo soy la que no lo puedo o no sé hacer, lo siento". Sonó, pues, como que yo reclamaba un sindiós, un imposible, y quedó ella como una abnegada aguantadora de quien pide la Luna, cuando la realidad demostró que sí lo podía haber hecho si hubiese sabido o querido. El otro tipo usó la misma trampa de lenguaje: "Me da error". Algo, un duende, un dios monetario "me da error". No dijo "yo me equivoqué porque estoy a tres cosas a la vez y así no hay manera, perdone". Ese "me equivoqué", ese tomé algo por otra cosa (un número por otro, una tecla por otra), por lo que obré desacertadamente, queda lejos de lo que les enseñan para tratarnos a sus súbditos.

Si a mí, que soy un furruñas protestón y de continente severo, tratan de meterme el lenguaje doblado ¿saben qué hacen con quienes por edad, timidez o circunstancias no saben defenderse del atropello verbal? Pues decirles que no se puede hacer porque da error. Y que pase el siguiente paganini.