L as tropas de la OTAN no deberían alejarse de Libia, ante la hipótesis nada desdeñable de que deban montar una operación para liberar al país norteafricano de las garras del Consejo Nacional de Transición, que hoy tutela la evolución de una dictadura militar a otra religiosa. El portavoz del Gobierno interino ha explicado la muerte del déspota Gadafi "porque Dios no ha querido que fuera juzgado", por si hacen falta más pistas sobre la identidad del futuro líder supremo libio. A falta de que se sustancie la relación de fuerzas en Libia, Occidente debe llorar a su amigo Gadafi. Ni uno solo de los gobernantes en ejercicio ha desaprovechado la oportunidad de abrazarse al sucedáneo africano de Michael Jackson. Siempre a buen precio, eso sí. Los teóricos de la conspiración evaluarán la coincidencia entre el levantamiento espontáneo de las masas libias contra el tirano y la obligada restitución de una cantidad astronómica encomendada a Goldman Sachs. Gadafi colaboró con Estados Unidos en Guantánamo y, cuando su hijo Aníbal era detenido por los rijosos suizos por maltratar a un sirviente, las cancillerías occidentales afeaban al Gobierno helvético su intransigencia con un socio leal. La prestigiosa London School of Economics elaboró primero y aprobó después la tesis doctoral supuestamente presentada por Saif el Islam, el hijo del coronel que pudo capitanear la transición de haberse prestado a negociar las peticiones rebeldes. Por supuesto, la intachable institución fue regada con millones a cambio de su violación de los principios académicos. La cantidad ingresada empequeñece los dos millones de euros cobrados por Beyoncé Knowles a cambio de cantar en el cumpleaños de Muatassim Gadafi. Por lo menos, el director de la London School abandonó su cargo, cuando no consta que los estadistas planetarios hayan devuelto los regalos que recibieron de Saddam o Gadafi. El déspota libio era el mayor accionista de Italia y, por ceñirse a sus últimas horas, ha combatido salvajemente hasta la muerte. Es más de lo que puede afirmarse de los dirigentes occidentales que lo palpaban efusivamente meses antes de condenarlo. Ben Ali, Mubarak y Gadafi han sido insoportablemente grotescos para sus súbditos, porque el flujo de análisis y diplomacia emanado de Occidente los consideraba indispensables para la contención del islamismo radical. La victoria final no ha correspondido a Al Qaeda, en especial si se hace abstracción de que el responsable de la seguridad en Trípoli fue secuestrado en su momento por la CIA, a raíz de sus presuntos vínculos terroristas. Liquidar a Gadafi no es un gallardete de gloria para Occidente, que se mece al ritmo de los acontecimientos. Tres países adyacentes del vecindario mediterráneo sobreviven instalados en la precariedad, con una estructura política embarrancada o en construcción. El sometimiento al cartesianismo obligaría a definir claramente qué gobernantes resultan inadmisibles, para obrar en consecuencia. Por ejemplo, el marroquí Mohamed VI no es Gadafi, pero ¿las limitaciones democráticas de su régimen superan el listón que justifica un alzamiento popular? Pregunte en la Moncloa.