Está por ver cómo reaccionan Resistencia Galega y compañía a la decisión de ETA de poner fin a más de cincuenta años de actividad terrorista. Será cuestión de sondear las profundidades de la Red en los próximos días para ver si en sus páginas oficiosas o en sitios web afines el independentismo violento formula alguna valoración sobre el alcance de este nuevo movimiento de sus primos hermanos los etarras. Tampoco hay que descartar que acabe apareciendo un comunicado formal. En ese caso, como siempre, se haría esperar lo suyo, puesto que a esta gente le cuesta un mundo construir tres o cuatro argumentos coherentes y que se sostengan con un mínimo de consistencia al ponerlos negro sobre blanco.

Si se confirma que ETA enfila el camino hacia de su desaparición definitiva, sin contraprestación política alguna, al incipiente terrorismo galaico no le quedará otra que desistir en el peligroso juego de poner bombas caseras en obras públicas, sedes de los partidos democráticos o lugares emblemáticos como la casa de la familia Fraga en Vilalba. Porque es evidente hasta para ellos mismos que, por más que se esfuercen, no van a conseguir ninguno de los objetivos que inspiran su delirio destructivo.

Los mandos de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad confían en que el 20 de octubre marque un antes y un después en una actividad terrorista de baja intensidad que, sin embargo, en los últimos meses parecía haber entrado en una espiral muy preocupante. Estábamos a punto de lamentar, cualquier día, una desgracia personal irreparable si por una infausta casualidad alguien pasase cerca de donde se producen las explosiones. Es de esperar que esos grupos se disuelvan o al menos desistan de hacerse notar con ollas a presión repletas de pólvora y tornillos o con bombonas de camping reconvertidas en artefactos explosivos. Lo lógico es que dejen de jugar con fuego.

Ahora bien, a diferencia de lo ocurrido con ETA, la desaparición del terrorismo independentista gallego, si acaba por producirse, no será consecuencia de un rosario de éxitos policiales en su desarticulación, ni tampoco de la contundencia del sistema judicial ni tendrá que ver con la presión social en su contra. Si acaso, se extinguirán por iniciativa propia, por no encontrarle ya sentido alguno a la lucha, no porque se hayan visto acorralados.

La ciudadanía gallega nunca se tuvo verdadera conciencia del riesgo que entrañaba el germen terrorista surgido de un sector radical del ultranacionalismo a finales de los años noventa. Se sabía que estaba ahí, incubándose en círculos perfectamente localizados, hasta que un buen día empezó a manifestarse en acciones aisladas, que debieran haber hecho saltar las alarmas, al menos entre quienes sabían cómo había nacido ETA.

Aunque del 2005 en adelante hubo un salto cualitativo que se mantiene hasta hoy, los gallegos seguimos creyendo que no tenemos un problema de terrorismo que deba preocuparnos, más allá del sobresalto por algún que otro petardazo de pascuas en ramos. Los expertos nos advierten de que esa despreocupación cívica -o sea, que la gente de la calle no les haga ni caso- enerva a los terroristas. Es como una invitación a aumentar la intensidad de las cargas explosivas y la importancia de los objetivos. Pueden llegar a creer que no se les tomará en serio hasta que maten a alguien.