En El mapa y el territorio, la última novela de Michel Houellebecq, uno de los dos protagonistas es un afamado escritor francés llamado Michel Houellebecq. Es un ingenioso guiso que aplica la receta habitual del autor: unos gramos de nihilismo, pesimismo posmoderno sobre la condición humana, la sátira del arte como timo mercantil planetario, y unos brillantes dialogues de factura filosófica muy prêt-à-porter. Pero el sabor engancha, y uno termina por devorar el libro. También resultan inevitables algunas aromas de La náusea y El extranjero, virus literarios que continúan invadiendo la narrativa europea, y hasta los guiones americanos de Mad men. Houellebecq sería idóneo para escribir una brillante narración con Antoine Roquentin y el señor Meursault, los personajes de las novelas de Sartre y Camus, o quizás el encuentro imaginario de ambos en una pieza teatral protagonizada por los dos José María: Pou y Flotats. Los héroes existencialistas suelen ser de género macho, aunque antes de las novelas de Sartre y Camus, un jovencísimo Alberto Moravia publicaba, a final de los años veinte, Los indiferentes, donde hermosas burguesas paseaban su hastío vital y su ennui con mucha clase.

Este libro del polémico Houellebecq combina muy bien con el Día de los Difuntos, o el de Todos los Santos, denominación ésta más tranquilizadora y que parece remitirnos mejor al sosiego eterno. El francés narra su propio entierro con gran desparpajo, aunque con una modestia excesiva en cuanto al eco mediático del evento, tratándose de una merecidísima gloire del país vecino.

Nacer y morir son dos azares que suceden sin nuestra intervención. Nadie nos pide permiso para traernos a este mundo, y menos todavía para expulsarnos de él. Bien mirado, es de risa, aunque muchos congéneres se lo hayan tomado muy en serio, a lo largo de los siglos, y de ahí surgió entre otras cosas la historia de la filosofía. La muerte aniquila, pero también es creativa, a su manera.

Grandes artistas han producido obras maestras nacidas bajo el tormento de la finitud. Si el hombre, y las señoras, fueran eternos dejarían de elucubrar acerca de sí mismos y de los agobios de la mortalidad. Y nadie habría escrito El ser y el tiempo ni el Doctor Fausto. La perspectiva de la muerte, como el odio, o la venganza, puede resultar muy estimulante, y hasta innovadora. Pero nuestro final es sólo un proceso más en la cadena de reciclado de los materiales que conforman la especie, aunque las religiones se empeñen en torturarnos explicándonos otras historias.

Hay quienes afirman desentenderse de sus exequias, como diciendo que más da, ya no estaré allí para verlo. Otros, como este Houellenecq que hace de Houellebecq, han previsto detalladamente la ceremonia: se hace enterrar como Dios manda, supongo que para provocar a sus laicos admiradores. En España no tenemos autores tan atractivos como Houellebecq, si exceptuamos a Juan Marsé y a Javier Marías, cada cual en lo suyo. Y en cuanto al ruido mediático que suele armar el autor galo, aquí nos tenemos que conformar con Sánchez Dragó, que el otro día era trending topic en Twitter, como escandalizador oficial del Reino, por sus pasiones "menoreras", como diría Paco Umbral.

Yo estoy con el francés. Puesto que nada podemos decidir acerca de dónde o cómo nacemos, bien está prever una buena representación para el último paseo, antes de recibir la visita de esos gusanos que con tanta precisión, y bastante asquerosamente, describe Houellebecq. ¿Y quién podría garantizar que algún miasma de nuestro espíritu no vaya a presenciar el evento? La física dice que no, pero ya cualquiera se fía de la física, como confiar en la economía o en los programas electorales, o en las agencias de riesgo, o en nada.

Los funerales son cada vez más sosos en las grandes urbes, donde se llevan mucho las incineraciones, que interrumpen y profanan el curso de la naturaleza, aunque evitan el gasto de adquirir y mantener el inmueble eterno. Los entierros de los pueblos, a veces con sus bandas de música, conservan aún una cierta parsimonia, y los rituales del pésame se alargan como si nos resistiéramos a abandonar al muerto en su nueva morada. Las exequias de cada cual son la rúbrica final, una cuestión de estilo. Houellebecq está cabreado porque sabe que se va a morir, como todos, y entonces va y escribe libros.