La vergüenza es un sentimiento revolucionario.

(Bertold Brecht)

ETA ha anunciado su decisión de deponer las armas definitivamente. Por fin abandona "la actividad armada". Nada dice, en cambio, de su disolución. Tampoco muestra arrepentimiento. Acaso porque los heroicos gudaris jamás se avergüenzan de sí mismos, no pide ETA perdón. No pide perdón, pero habla de paz y de libertad.

Fue un buen día el del jueves pese a todo. Sí, fue un buen día, pero hoy, bajo el repique general de campanas, los demócratas de todos los colores deberíamos reafirmar algunos principios irrenunciables, tan sólo por conjurar el riesgo -más próximo que remoto- de que esta renuncia acabara convirtiéndose realmente en la victoria de una ETA que, ya innecesaria, alcanzara por otros medios la imposición de su proyecto totalitario.

Para que así no sea, para resistir la previsible ofensiva del nacionalsocialismo vasco -con todos sus adyacentes-, los demócratas deberíamos recordar que, en democracia, no puede equipararse la violencia terrorista con aquella otra que el gobierno legítimo detenta para salvaguarda del Estado de Derecho. Ni siquiera invocando el tristísimo episodio del GAL, cuyos responsables, en su día, fueron puestos a disposición de los tribunales de justicia, que los juzgaron y condenaron.

Los demócratas también deberíamos tener siempre muy presente que no hubo aquí víctimas de una violencia y de la otra. Aquí no hubo guerra, como debiera saber Kofi Annan si David Balsa lo hubiera informado mejor. Aquí hubo un proyecto de exterminio, con exterminadores y exterminados. Al cabo, sólo asesinos y asesinados. Por cientos o por miles, que la cifra importa poco porque hemos clavado sus nombres para siempre en el aire.

Sin que ello hubiera de suponer la aniquilación de los derrotados, los demócratas habríamos de saber que para que haya paz debe haber vencedores y vencidos. No por venganza sino por justicia, sin la cual la paz no es posible. Por último, los demócratas sabemos que la democracia se opone a cualquier planteamiento de exclusión y sabemos, del mismo modo, que en democracia no todas las ideas son legítimas y que lo son menos, aquellas que por cualquier medio proyecten imponerse a todos como un todo obligatorio. Por eso, los demócratas tendríamos además la obligación de exigir al Gobierno que, en lugar de ser un pandemónium de majaderías y otras nonadas, la escuela, primer ejemplo de democracia progresista, ayudara en verdad a desvelar y combatir las patrañas que por ella circulan libre e impunemente; esas mismas que extravían el cuerpo social y acaban disolviéndolo.

El jueves fue un buen día, sin duda. Pero ya ha vuelto la inquietud y el desconcierto cuando, envueltos en un alborozo ensordecedor que aturde y mueve el ánimo exultante hacia el disparate, escuchamos a relevantes políticos y a algún jurisperito de esos que tienden a dar por detrás al nacionalismo cuanto por delante los tribunales le niegan. Decían los prohombres que "los demócratas sabríamos ser generosos", y uno, que es demócrata, cree que bien está que se apliquen en cada caso los beneficios legales que en derecho correspondan, pero, como la generosidad es virtud individual -y muy digna de encomio-, si en el Gobierno -éste o cualquiera- algún generoso hablara de otra cosa, sepa que a los etarras puede él con liberalidad llevarlos a su casa enhorabuena, puede el munífice ofrecerles espléndida posada y abundante, puede el altruista mostrarles a diario su hombría de bien, puede el filántropo apreciarlos como a hijos y por tales tenerlos...

Puede él, sí, puede... Pero a los Gobiernos cuya decencia se da por supuesta, toca cumplir la ley y hacer que se cumpla.

Y si no muestran los nazis vergüenza de sí mismos, no debiéramos los demócratas avergonzarnos de los Gobiernos nuestros.