Se dice, siempre se dijo, que una imagen vale por mil palabras. Que una de nuestras capacidades es la de retener la información que entra por los ojos, más allá de la escrita o de lo que se nos transmite oralmente. Esa es la teoría que sustenta muchas de las actividades dirigidas a formar e informar, que apuestan por lo visual como forma sostenible de contar mensajes complejos. Y, como corolario, también la consolidación de una cultura de lo gráfico, frente al planteamiento más clásico de los libros de mucha letra pequeña y poco dibujo y fotografía, o a la lección magistral.

Con todo, las imágenes están hoy enormemente presentes en nuestras vidas. Un niño y su ordenador procesan a diario cientos de ellas. Y un joven, con su teléfono móvil personal en la mano -otro ordenador, en todos los sentidos- tiene la capacidad de importar, exportar, intercambiar y acceder a un conjunto cuasiinfinito de ellas.

Sin embargo, yo soy de los que piensan que las imágenes -precisamente por nuestro altísimo potencial de aprendizaje a partir de las mismas- han de estar acotadas, no superando unos límites tolerables. Es curioso, pero la misma sociedad que montó en cólera por el presunto y pacato erotismo de una nube, o la forma del cuerpo de un Teletubbie, no tiene recato alguno en mostrar miles de imágenes de destrucción y barbarie. En cine y televisión, por ejemplo, el niño, el adolescente y el joven tienen acceso a todos los asesinatos que quieran, o a todo tipo de conductas violentas que no contribuyen, en nada, al mejoramiento de la convivencia en la especie humana. Más bien todo lo contrario. El otro día contaban en algún lugar que un chaval medio de dieciocho años ya ha tenido la oportunidad de ver una cantidad absolutamente escandalosa de asesinatos y escenas de violencia. Eso, a pesar de ser muchas veces ficción, creo que tiene la capacidad de ir conformando una subcultura de la agresión y la falta de sensibilidad, que quizá sea absolutamente irreversible en el adulto. No lo sé, pues no soy especialista en ello, pero ¿no aprecian en la sociedad de hoy una mayor falta de empatía con el otro y sus problemas, incluyendo los que tienen que ver con la violencia? ¿Puede ser una reacción sobrevenida a partir de esa visión?

Y, después de la ficción, la realidad. En los últimos días se pudieron visionar, en televisión o en la red, videos como el de la niña china a quien casi nadie ayudó, después de un atropello en serie, o los últimos momentos de Muamar al Gadafi. Escenas absolutamente reales, con víctimas concretas y de carne y hueso, que creo que tampoco contribuyen al objetivo de una sociedad más informada. Incluso, si me apuran, el terrible accidente del piloto Simoncelli tampoco amerita una proliferación de detalles como la que se planteó desde algunos medios.

Y es que una cosa es la información, la formación y la generación de criterio individual y otra, desde mi punto de vista, el morbo y la pérdida de una mínima sensibilidad ante la desgracia y la violencia. Creo que el fomento de escenas escabrosas en tal sentido puede llevarnos a un mundo mucho menos vivible y más anestesiado a la hora de asistir a ciertas realidades, cuya contemplación -aunque sea de mentirijillas- nos hace correr el riesgo de hacernos menos sensibles hacia los demás.

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