Mucho antes de que los indignados sentaran plaza en la Puerta del Sol, existía ya una Coordinadora de Agobiados y Cabreados que a su vez compite con la Unión de Cabreados y con los Ciudadanos Cabreados de España (Cicaes). Esta última, por cierto, tiene su sede en Vigo y nació en un lugar tan improbable como la taberna de Eligio, donde el celestial ribeiro que cosecha y expende Carlos Álvarez ha de invitar más bien al esparcimiento que a la ira. Se conoce que ni siquiera el vino -líquido cordial de suyo- logra templar la natural disposición de los españoles a la protesta.

No ha de ser casualidad que España albergue tantas fraternidades de enojados, ni que el actual movimiento de indignados sin fronteras tenga aquí uno de sus principales referentes. Después de todo, al español lo retrataba no hace mucho el tópico como un hombre bajito, cetrino, con bigote y perpetuamente irritado por la sospecha de que su vecino ligaba mucho más que él, sin merecerlo. Ese antiguo estereotipo pasó a la historia junto a las películas en las que Alfredo Landa perseguía suecas como un poseso; pero lo cierto es que la ira sigue siendo uno de los rasgos por los que se distingue -con justicia o no- a los vecinos de Celtiberia. Así parecen probarlo, al menos, las numerosas cofradías de ciudadanos cabreados y muy especialmente el movimiento de indignados que, aun habiendo tomado el nombre de un panfleto francés, supo inspirar movilizaciones semejantes en Wall Street y hasta en el Japón del sol naciente.

Nada más lógico si se tiene en cuenta que la historia de España es en realidad la de un largo cabreo que a veces se expresaba en la famosa cólera de Dios del conquistador Lope de Aguirre y otras, aún menos felices, en las guerras inciviles que de tanto en cuanto organizamos para liberar ideología y adrenalina.

Ya Lope de Vega hablaba de la "cólera del español sentado": un concepto que él aplicó al público del teatro de su época, aunque siga en pleno vigor al cabo de los siglos. Efectivamente, es en los sillones de cafetería y en la mesa del bar donde el español en posición sedente desahoga por lo general su furia contra el Gobierno, el entrenador del equipo enemigo y/o los políticos que se llevan crudo el presupuesto a casa.

En situaciones similares, los franceses tienden a decapitar monarcas y los alemanes a invadir Polonia, costumbres por las que se conoce que son gente de infantería más bien que de silla.

Lo de España es distinto, como bien se ve. No se da entre los peninsulares el fatigoso hábito de asaltar Bastillas, sustituido aquí por prácticas más sociables como la de organizarse en logias del cabreo para protestar por lo que haga falta e incluso por lo que no. Cierto es que el movimiento del 15-M cambió la cólera del español sentado por la del español acampado; pero incluso ese sutil matiz delata nuestra tendencia a mantenernos quietos y juntos mientras coreamos eslóganes de rima pareada.

Teóricos hay que prefieren atribuir el permanente cabreo de los españoles a los horarios algo extravagantes de este país en el que apenas queda espacio para el sueño entre el trabajo y la juerga. Los efectos del insomnio sobre el sistema nervioso explicarían según esta hipótesis la irritabilidad del paisanaje; pero eso es tanto como reducir a una mera cuestión neurológica la cólera que sin duda constituye un rasgo esencial de carácter.

Horarios aparte, existen en estos días de crisis motivos suficientes para quitarle el sueño a cualquiera y razones de consistencia para el enfado. No hará falta preguntárselo a los cuatro millones y pico de trabajadores que militan en el ejército del paro; o a los chavales que van encadenando másteres, becas y cursillos a la espera -cada vez más desesperada- de encontrar algo parecido a un empleo de verdad. Habrá que ver la cólera del español sentado el día en que se levante de la silla.

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