Cada vez que se sondea a las mujeres acerca de las virtudes que valoran en un hombre se desvanece mi esperanza de que encuentren interesante alguna de mis pocas cualidades. Es cierto que en privado me han reconocido luego que disfrutaban ocasionalmente de mi conversación, pero mi impresión general es que mentían y que su actitud era la del promedio estadístico, es decir, emparejarse con un hombre entrañable, eficiente y responsable, siempre y cuando ese tipo las hiciese reír. Yo nunca he entendido esa necesidad imperiosa de reír que por lo visto tienen las mujeres. Un tipo tan observador del universo femenino como Woody Allen lo constató en algunas de sus películas, en las que la chica de sus sueños lo abandona porque no la hace reír tanto como ella esperaba. Durante mis largas noches en la barra del Corzo he conocido a muchas mujeres preocupadas por asuntos trascendentales, seres solitarios y perplejos en busca de alguien con parecidas preocupaciones existenciales. No eran ciertamente la clase de mujer que espera un chiste, así que frecuenté su amistad con verdadero entusiasmo. Hasta que me di cuenta de que las mujeres profundas solían ser en aquel lugar las menos agraciadas. Al fondo de la barra hacían corro las más guapas, riendo cualquier tontería de cuantas era capaz de soltar por su boca un tipo cuya mejor cualidad me consta que era su dinero. Le pregunté a una de ellas qué diablos le veían a aquel individuo. Me dijo que era un hombre divertido que las hacía reír. Mentía. Yo conocía a aquel hombre de pasar muchas noches a su lado en las barras de otros locales y no recuerdo que tuviese una ocurrencia más interesante que la de ausentarse con cierta frecuencia al baño para escupir el chicle y expectorar. Era uno de los tipos más ricos de Galicia gracias a haber heredado una próspera industria creada por su padre. Alguien que trabajó a su lado como hombre de confianza me confesó una noche que si la empresa prosperaba era gracias a la facilidad de su propietario para desentenderse del negocio. "No es un tipo brillante -me dijo-, ni siquiera astuto para los negocios. Tiene un buen equipo ejecutivo que gestiona la empresa con talento. Lo bueno que tiene es que se lía con mujeres, de modo que el tiempo en el que podría destruir la empresa, lo emplea en destrozar los pocos chistes que conoce". No era en absoluto un retrato exagerado. En efecto, destrozaba los chistes que aquellas preciosidades le reían toda la noche con un derroche de euforia coral. Yo sabía que lo que le reían a aquel tipo no era su humor, sino sus propiedades. Ni siquiera sería justo culparle de su éxito con las mujeres. En realidad no había nada de malo en que recogiese la cosecha de aquel rotundo entusiasmo femenino. Yo en su lugar seguramente habría hecho lo mismo en vez de reflexionar sobre mi mala suerte al ser apenas objeto de atención para dos o tres mujeres complicadas y solitarias que me hablaban de Sartre y del existencialismo mientras eructaban comida para perros y tosían como mineros. Muchas veces me he preguntado por qué será que las mujeres necesitan tanto de la risa y sobrevaloran con tanta indulgencia a los tipos que cuentan chistes. Una noche bailé What'll I do con una de aquellas chicas y le pregunté por qué tantas mujeres consideraban importante que un hombre las hiciese reír. Y me dijo ella: "No te mortifiques con eso. Cada cual necesita la risa por un motivo distinto. En mi caso no se trata de algo complejo o profundo. Para mí la risa es la manera de rentabilizar socialmente las facturas del dentista". Waht'llI do la compuso Irving Berlin hace más de ochenta años y fue elegida para la banda sonora de El Gran Gatsby, la elegante película de Jack Clayton en la que reía a cada rato la superficial Daissy, interpretada por Mia Farrow. Jay Gatsby no era un chistoso, ni bailaba siquiera en las magníficas fiestas que organizaba en la finca de su mansión. Todas admiraban a Gatsby, aunque no las hiciese reír. Era un tipo misterioso, un hombre equívoco del que se decían las peores cosas. Y desde la posición de un hombre poco chistoso, eso siempre es de agradecer. A mí me gustó desde el primer momento el personaje de ese tipo serio, sesgado y discreto al que le sienta bien el traje rosa. Porque las mujeres que se cansan del tipo que las hace reír, tarde o temprano caen en los brazos del hombre que las hace llorar. En la vida de muchas mujeres no hay término medio. Las encuestas no lo dicen, pero yo creo que les gustan las sensaciones extremas. Aunque luego acaben casadas con el tipo dócil y eficiente que les va tachando la lista de la compra dos metros por detrás de sus pisadas en los pasillos del Carrefour. What'll I do es una hermosa canción que yo jamás he vuelto a bailar. Mis parejas casi nunca creyeron que pudiese ser divertida la elegante tristeza de una canción como esa. Al principio eso me preocupaba. Ahora ya me da igual. A fin de cuentas, aquel tipo adinerado no era otra cosa que uno de esos cómicos sin gracia a los que le cuesta dinero hacer reír a su público. Me dijo de madrugada una de nuestras amigas comunes: "Creo que me he reído todo lo que una mujer puede reír mientras es joven. Ahora soy mayor y estoy curada de espanto, cielo. ¿Sabes?, al final resulta que el marfil de la juventud se pudre y de toda aquella risa a granel quedan solo los jodidos empastes".

jose.luis.alvite@telefonica.net