Creo que fue aquel último verano con Ernie Loquasto en el Gran Hotel de La Toja cuando comprendí que el propietario del Savoy añoraba la luz primeriza y medicinal de su Italia natal y dudó en silencio si poner a la venta el club y renunciar a su regreso a Nueva York. Se estaba haciendo mayor y supo que aún le quedaba la oportunidad de disfrutar de una vida sin sobresaltos en un mundo menos trepidante y más viejo en el que "la gente todavía tiene tiempo de besar a los niños, oler las flores y probarse, sin aprensión y sin prisa, el traje para su sepelio". Sus conversaciones con Lord Milton Archibald parecían también determinantes de la inminente reconversión moral de Ernie. Una tarde me pidió que le acompañase a un paseo a pie por la isla. Apenas nos alejamos doscientos metros del Gran Hotel, se detuvo y esperó a que yo desanduviese unos cuantos pasos hasta ponerme de nuevo a su altura en un camino entre los árboles y un pequeño arenal en el que medraba como vidrio la larva amniótica del agua. Entonces arrojó al suelo el cigarrillo que acababa de prender, lo aplastó con un pie y me dijo: "En las dos semanas que llevamos aquí me he dado cuenta de unas cuantas cosas importantes, Al. ¿Recuerdas que hace cuatro días me empeñé en viajar en taxi a ese pueblecito que se llama Cambados? Me habías hablado mucho de él, es cierto, muchacho, pero nunca me habías dicho que en Cambados incluso huele a pan el cementerio". Mientras Ernie rastreaba con la vista sobre el mar el rumbo de Cambados, apagué yo mi cigarrillo pisándolo sobre la hierba. "Pues a eso huele la muerte en esta tierra, Al. Hay en ese cementerio de Cambados algo de humilde y decente recogimiento escolar que me conmueve -dijo Ernie- y me entra la duda de que pueda encontrar una sensación semejante a nuestro regreso a América". Pero eso no era todo. Se trataba solo del preámbulo de una idea que supuse que llevaba tiempo madurando y parecía tan necesitado de confesarla como si se tratase de un crimen que su conciencia inesperadamente no pudiese soportar: "¿Te has fijado bien en Lisabet Ashbury? No me refiero a su aspecto físico; te hablo de su actitud. Es joven y sin embargo tampoco ella tiene prisa. Resulta elegante porque es calmosa, Al. Es estilizada y a la vez indolente, como un galgo en cuyo lomo alguien hubiese tatuado una tortuga. Tiene una excelente salud y sin embargo se deja vencer por esa especie de hermosa indolencia que tiene la aristocracia inglesa". Asentí con las manos en los bolsillos mientras él prendía otro cigarrillo. Me tomó de un brazo y reanudamos el paseo hasta el final del corto arenal. Volvió a detener la marcha, se quitó el sombrero y lo alargó con el lento polipasto de su ademán cansado hasta dejarlo en mi mano. "Nunca he medido al ancho del ala de mi sombrero, Al, pero por lo que he visto en esta tierra creo que la felicidad se puede conseguir aunque solo ocurran en tu vida las pocas cosas que contadas con todo detalle quepan en el ala de tu sombrero. Me consta que a pesar de su aparente indolencia, y aunque a veces resulte una figura algo taciturna, Lisabet Ashbury es feliz. ¿Y sabes por qué es feliz esa muchacha, amigo mío? Esa muchacha es feliz porque sabe que en los ojos de Lord Archibald ella es siempre la mejor noticia del día. Y también, Al, muchacho, porque cada vez que la veo caminar es indudable que tiene la contenida y elegante soltura de una mujer inteligente que por alguna extraña razón sabe desde la infancia que a veces la felicidad consiste en tener ese sentido de la calma que solo tienen quienes caminan de manera que jamás le dan alcance a la nuca de su aliento". Recuerdo que atardecía en la isla. Ernie Loquasto echó a caminar y yo le dejé irse mientras reflexionaba sobre lo que acababa de escucharle. Había bajado la marea hasta dejar pequeños charcos de agua pensativa, callada y exhausta. En la costa al otro lado de la ría acababan de encenderse las luces de las aldeas. Entonces se cernió en la penumbra el borrador de la niebla y Ernie y yo regresamos al Gran Hotel caminando al pespunte sobre la arena de aquella playa pequeña en la que una tarde vimos a Lisabet Ashbury buscando con sus finos ademanes filatélicos las imposibles fresas de carey que por lo visto medraban como anginas en el silbido bemol de las almejas.

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