En un mismo día, el presidente del Gobierno y el BBVA anuncian alborozados que este año se perderá otro millón de puestos de trabajo. Ambos analistas coinciden también en que el drama de que se despida tanto surge de las trabas para despedir. Es decir, la propagación de una epidemia se debe a la extrema dificultad de su contagio. Rajoy y el banco avalan la anulación de las defensas inmunitarias de los empleados -también llamada reforma laboral- como terapia idónea para combatir el virus. Han interiorizado la sabiduría zen de que si suprimimos los cinturones de seguridad que oprimen al conductor, disminuirá el número de accidentes. El gobernante y el financiero, si alguien fuera capaz distinguirlos, lanzan de paso una mirada torva hacia los trabajadores supervivientes. Algo habrán hecho. "Perdón por trabajar" sería la respuesta más educada a Rajoy y a su banco. Pronunciándose al alimón, han instalado el concepto de que los trabajadores son los artífices de la multiplicación del paro, por disfrutar de unas condiciones favorables en grado sumo. Es decir, las personas salvadas milagrosamente de una catástrofe tienen la culpa de que se haya producido. Los alumnos que aprueban a duras penas, son los causantes del fracaso escolar. La exigencia de responsabilidades se detiene en el empleado de base. Se le carga incluso la proliferación del fraude fiscal que sus ingresos no le permiten cometer. En el deporte de la economía, el entrenador nunca tiene la culpa. Una vez singularizado el trabajador sospechoso, que encima cobra, se procede a amedrentarlo para rebajar sus remuneraciones o sus garantías contractuales. De lo contrario, se le arrojará al foso del paro que es su hábitat natural. Un sensacional descubrimiento de la economía contemporánea establece que, si se anulan los gastos de personal, mejora apreciablemente el margen de negocio. No necesitábamos a Rajoy ni a los bancos para convencernos de que todo va mal. En algún momento soñamos que pretendían solucionarlo.