La Divina Comedia, de Dante, no es sólo la obra literaria cumbre de la Edad Media, una obra que inspiraría a lo largo de los siglos a artistas desde Botticelli a William Blake y Gustavo Doré o a compositores como Liszt. Es también sin lugar a dudas uno de los grandes monumentos de la literatura universal. Comparable sólo a otras cumbres literarias como los poemas homéricos, el Quijote o el teatro de Shakespeare. Y para los italianos, la obra que contribuyó a crear la lengua popular y común que hablan hoy en aquella península.

Pues bien, una organización llamada Gherush92, que asesora a agencias de la ONU, entre otras cosas, ha propuesto censurarla en las escuelas italianas por antisemitismo. No pretende arrojarla a la hoguera como hicieron en Berlín los nazis con los libros que consideraban antigermanos. Pero reclama que se reconozca "claramente y sin ambigüedad que es racista, islamófoba y antisemita" y que se retire del programa de las escuelas o al menos que se expliquen debidamente sus secciones más ofensivas.

¿Con qué argumentos? Pues que en el último canto del Infierno, Judas es condenado a ser masticado eternamente por un tricéfalo Lucifer junto a otros dos traidores: Bruto y Casio. A través de Judas, Dante calumnia, según Gherush92, a todo el pueblo hebreo. Pero Dante no se limita a execrar al apóstol que traicionó a Cristo sino que manifiesta también en esa obra su odio de Mahoma, a quien condena por cismático y reserva una pena atroz como es la de ser desgarrado eternamente de la cabeza a los pies por un demonio.

Es la corrección política vuelta loca. Por esa regla de tres ¿no habría que prohibir también El Mercader de Venecia, de Shakespeare, por su caracterización del usurero judío Shylock, que firma con el comerciante cristiano Antonio un contrato por el que si éste no devuelve el préstamo, se lo cobrará en especie, con "una libra de su carne"? Y lo mismo habría que hacer con El Judío de Malta, personaje igualmente repulsivo de otro escritor isabelino, Christopher Marlowe. Y sin ir más lejos, está nuestro Quevedo, un poeta enorme y al mismo tiempo un antisemita de tomo y lomo como lo demuestra no sólo su Execración contra los judíos sino su poema A una nariz, dirigido contra su rival Góngora.

Y, mucho más cerca en el tiempo, ¿qué decir del Fagin, de la novela Oliver Twist, el judío a quien Charles Dickens coloca al frente de una banda de ladronzuelos, a los que ofrece un techo a cambio de que roben para él? O el premio Nobel T. S. Eliot, que rezuma también antisemitismo en algunos de sus poemas más famosos. Y, sin salir de la creación literaria en lengua inglesa, autores como el también poeta EzraPound, el dramaturgo George Bernard Shaw o el novelista Chesterton. Y si nos fijamos en la vecina Francia está el caso especialmente virulento de Louis-Ferdinand Céline, autor de Viaje al fin de la noche, una de las novelas más alucinantes del siglo XX. O el noruego KnutHamsun, el filonazi autor de Hambre. Y entre nosotros, don Pío Baroja. ¿Los censuramos también a todos ellos?

¿Debería prohibirse asimismo interpretar a Richard Wagner por algunos de sus escritos y sobre todo por el uso que hizo de él el Tercer Reich como se pretendió en Israel? Hasta que un gran director judío, Daniel Barenboim, consideró esa prohibición una estupidez, un atentado contra la cultura y se atrevió a romper el boicot que allí existía contra el compositor.

Si todo esto, que está mucho más pegado a nuestro tiempo, nos parece hoy absurdo, ¿cómo no debería parecérnoslo en el caso de Dante Alighieri, que vivió en un siglo de luchas religiosas y conflictos políticos entre el imperio y el papado, un genio universal envuelto en la cultura de su época y a quien en ningún caso se puede juzgar con criterios de hoy?

¿No tiene la organización nada mejor que hacer con sus consejos?