Reyes, papas, príncipes y grandes señores mimaron su ego encargando retratos a los primeros artistas coetáneos. Muchos de ellos dieron lugar a piezas geniales que forman parte del legado positivo de las sinarquías históricas, cuyas vilezas contra los derechos humanos son inconmensurables. Pagasen o no los retratos con su propio peculio, es seguro que ningún poderoso entregó por su imagen artística el caudal equivalente a los 191.400 euros (casi 32 millones de las antiguas pesetas) que costaría el retrato de Francisco Álvarez Cascos por Antonio López si el actual Ministerio de Fomento no rescinde el encargo. Esa suma supera el doble de la mayor de las pagadas hasta hoy por el retrato de cualquier otro político contemporáneo -con frecuencia escandalosamente abusivas- y merecería el calificativo de escarnecedora aunque la hacienda pública no estuviera en ruinas, con más de cinco millones de parados y tanta ex clase media haciendo cola en los comedores sociales.

La única virtud de la crisis es descubrir las áreas putrefactas de España, este país del nunca jamás que está cayendo a pedazos sin opción de retorno en muchas décadas. La miseria de la clase política en la escala de valores de los ciudadanos responde en gran parte a la mitomanía de quienes han confundido la condición de servidores públicos con la impune grandeza de los viejos sinarcas, aquellos que disponen del dinero de todos como si fuera propio. La fatídica burbuja no creció solamente en el falso paraíso del ladrillo. La burbuja del ego político y de las comisiones personales normalizadas en casi todos los frentes de inversión y de gasto es posiblemente más destructiva que todas las demás. Pero así como la primera está pagando sus errores en la caída libre de la devaluación, la soberbia política aún evita mirarse en el espejo de la catástrofe nacional. Nadie es culpable, nadie se siente aludido cuando hablan de reducir escaños corporativos, y son pocos los que aceptan reducción de haberes más allá de lo cosmético.

El reflejo oligárquico sigue vivo entre quienes pueden liquidarlo democráticamente. Sin duda saldrán a la luz otras larguezas como la de Cascos, aunque la suya evidencie el sarcasmo de un modelo años-luz por debajo del pretendido retrato y de todo lo que entraña: alinearse en galerías inútiles, más injustificadas cuanto más caras, que tienden a solapar el fracaso y garantizar la memoria de algunos que solo merecen el piadoso olvido. Parasitar el talento de un gran artista es el valor añadido, cueste lo que cueste. La única posteridad de muchos de los retratados a lo largo de la historia es la de su retrato. Para esa astucia, creen los megalómanos de ahora, vale la pena desviar una fortuna del erario público. ¿Es esa la España que debe sobrevivir?