Es natural que nos preocupemos por lo que pasa en China, pues todos dependemos de un país que fabrica gran parte de lo que consumimos y financia gran parte de lo que gastamos. De la noticia de la muerte, al volante de un lujoso Ferrari, del hijo de un dirigente chino me quedo con la apostilla de que, como es obligado allí, se trataba de un hijo único, y me pongo a pensar en cómo acabará siendo un país de hijos únicos. Los hijos únicos no son ni peores ni mejores, pero son como son. Les falta el adiestramiento en la competencia por el afecto de los padres, o la capacidad política para urdir alianzas y conjuras con sus hermanos, y les sobra un cierto egotismo, aunque son criaturas fascinantes por su dominio solar de la situación. Ahora bien, una sociedad de 1.300 millones de hijos únicos es una experiencia inédita en la historia humana, y una nueva razón para echarse a temblar.