Con el pretexto de una globalización que campa a sus anchas, existe entre algunos la tentación de que nos parezcamos cada vez más a China. La civilización del ocio que preconizaban en los años sesenta del siglo pasado algunos utópicos de inspiración marxista como Herbert Marcuse se quedó en eso: pura utopía. Y ahora se nos pide trabajar más y por menos dinero cada vez como única forma de competir con el gigante asiático.

Una China que se está ya viendo obligada a subir los sueldos de sus trabajadores urbanos, pero que tiene en sus zonas rurales un enorme ejército de reserva dispuesto a tomar el relevo y a competir a la baja, pero también una China con millones de jóvenes dispuestos a aprender -en sus propias universidades y en las mejores de Occidente- y a emprender con lo aprendido. Todo un desafío para Occidente.

¿Estamos preparados para hacerle frente? Es la pregunta a la que tenemos que responder ya. Lo están haciendo los alemanes, que han visto en aquel país un potencial enorme para las exportaciones de los productos de que está más necesitado: desde los vehículos de cuatro ruedas hasta todo tipo de maquinaria pesada o de precisión.

Pero ese y otros países de los llamados emergentes necesitarán también know how en sus distintos sectores de actividad: desde las nuevas energías eólicas hasta el urbanismo, la arquitectura, la construcción de infraestructuras o el turismo.

Y los europeos tenemos que estar preparados para proporcionárselo. Para ello es preciso sumar esfuerzos, aprovechando las potencialidades de cada uno de nuestros países. Hay que crear cuanto antes un espacio europeo de investigación y desarrollo que deje aflorar y fructificar los mejores talentos. Hay que acabar con el nepotismo y potenciar también en nuestros países del Sur, menos acostumbrados a ello, la cultura del mérito, imitando en ello a los países anglosajones, pero mitigando al mismo tiempo las enormes desigualdades que caracterizan a esos últimos.

Hay que competir con los chinos no solo en el terreno económico, sino también en el político, demostrando la superioridad de nuestro sistema democrático sobre el suyo y animando a sus ciudadanos a exigir cada vez más libertades civiles y sindicales porque sus futuras demandas tanto políticas como económicas nivelarán el terreno de juego.

Pero al mismo tiempo es preciso frenar la tentación en la que caen muchos de nuestros dirigentes de decidir por encima de la cabeza de los ciudadanos o dejar que se imponga la razón económica sobre la política con el pretexto de la inevitabilidad de las medidas impopulares que adoptan, algo que vemos para nuestra desgracia de un tiempo a esta parte un día sí y otro también.

Porque la globalización no puede ser en ningún caso un pretexto para erosionar la calidad de nuestras democracias, ya bastante desgastadas por unos partidos cada vez menos representativos -todo hay que decirlo- de la voluntad popular, y convertirlas en ese híbrido que un analista francés calificaba, en ocurrente juego de palabras, de "democraturas", de las que tenemos ejemplos en países como Singapur o algunas repúblicas salidas de la antigua Unión Soviética.

La cuestión no es, en cualquier caso, parecernos cada vez más a China, sino que, con todas las imperfecciones de nuestro sistema democrático, China se parezca más a nosotros.