El malhumor social dentro del Estado español empieza a adquirir formas preocupantes. El pasado 11 de septiembre, día nacional de Cataluña, hubo en Barcelona una manifestación gigantesca en solicitud de la independencia. Más de millón y medio de personas en la calle, según cálculos de la policía. Es posible que, si fueren preguntados en serio por la cuestión en un referéndum secesionista, una buena parte de los asistentes, y más de uno de los políticos que agarraban la pancarta, no respondiesen positivamente a la hora de la verdad. No es lo mismo acariciar la idea de casarse que celebrar el matrimonio en la iglesia o ante el juez. Y desde luego no es lo mismo amagar con la independencia, en una multitudinaria manifestación pacífica, que descolgarse del Estado y crear otro, en vaya usted a saber qué condiciones y circunstancias, rompiendo de paso una convivencia de siglos. En cualquier caso, es mucha gente y la magnitud de la manifestación dejó atónitos a los observadores. Sobre todo a ese sector de la prensa y de la clase política madrileñas que lleva años cultivando peligrosamente el odio a lo catalán. Acordémonos si no de aquella furibunda campaña a favor de boicotear el consumo del cava a propósito de la polémica sobre el alcance del estatuto de Cataluña. Y no nos olvidemos tampoco del no menos furibundo acoso del PP al anterior presidente del gobierno, señor Zapatero, con el pretexto de que pretendía romper España, pactando de una parte con los terroristas de ETA y de otra con los nacionalistas catalanes de derechas. Todavía nadie nos ha explicado qué pretendía Zapatero (o qué ganaba Zapatero) con esa traicionera y antipatriótica maniobra, aunque ahora, alcanzado el gobierno la acusación, ya no tiene razón de ser y el asunto ha perdido todo interés polémico. El encaje político de Cataluña en España (que diría Ortega y Gasset) es un asunto secular que todavía no ha sido bien resuelto, especialmente desde que el conde duque de Olivares optó por reprimir la independencia de Cataluña respecto de la corona española en vez de la de Portugal. Una opción posiblemente equivocada ya que, según el fallecido Peces Barba, les hubiera ido mejor al resto de los españoles convivir con los portugueses en vez de con los catalanes. Observadores cercanos de la realidad catalana venían advirtiendo sobre el creciente malestar ciudadano que ha desembocado en esta manifestación. En Cataluña hay una amplísima clase media que estaba acostumbrada a vivir bien de su trabajo y de sus negocios, en su mayor parte rentables y dinámicas empresas de menos de doscientos empleados. Pero ese entramado social, quizás el más democrático y civilizado del Estado, empezó a tambalearse peligrosamente en los últimos años. Por la crisis financiera de fondo y por lo que allí se percibe como discriminación en el trato con otros territorios, especialmente Madrid. Al margen, claro, de los insultos que reciben asiduamente de buena parte de la prensa que se edita en la capital de España. Eso, y la sensación de padecer un injusto reparto fiscal, han propiciado ese movimiento de fondo. Y expresiones frívolas, como la del presidente gallego Núñez Feijóo, "Galicia paga y Cataluña pide", no ayudan a la concordia. Ya quisiera Galicia tener el nivel de Cataluña.