En la ciudad donde resido se está viendo en un juzgado de lo mercantil un nuevo pleito entre los dos hombres, uno gordo y otro pequeño, que protagonizaron hace años la compraventa de la principal inmobiliaria española. Tan importante fue la cuantía de la transacción que el hombre gordo, con parte del dinero recibido, se convirtió de la noche a la mañana en el primer accionista a nivel personal del BBVA, sin pertenecer a una de las grandes familias de Neguri ni haber tenido experiencia previa en el sector bancario, excepto para pedir crédito. Un logro extraordinario, sin ningún género de dudas. Lo inexplicable del asunto es que, poco después de materializada la compra, el hombre pequeño tuvo que declararse en suspensión de pagos ante la imposibilidad de asumir los compromisos adquiridos por el anterior propietario. Nadie nos ha contado todavía, y nadie seguramente nos lo contará en el futuro, cuáles fueron los motivos reales para concertar un negocio tan caro y tan disparatado. Visto desde fuera, algunos opinan que el gordo fue más listo que el pequeño al venderle a un precio extraordinario una propiedad que no valía tanto. Otros se inclinan en cambio a creer que el pequeño se lanzó a comprar en la confianza de que la burbuja inmobiliaria no iba a estallar nunca y que los perros seguirían atándose con longanizas. Aunque tampoco faltan maliciosos que vislumbran alguna especie de entente entre los dos por mucho que aparenten estar enfrentados. En el mundo de las altas finanzas (ya lo estamos viendo en esta crisis) nada es lo que parece. El pleito actual se resolverá como sea, para eso están los jueces, pero deja algunos apuntes para la reflexión sobre cómo son y cómo actúan esos que hemos dado en llamar los reyes del ladrillo. Según he leído en la prensa, el asunto litigioso se centra en averiguar si el hombre gordo engañó al pequeño al venderle en 118 millones de euros unos terrenos situados en México que él había comprado por solo 581.294 euros. Los terrenos tenían la consideración de rústicos al estar calificados como de pasto, pero el gordo consiguió revalorizarlos como urbanizables haciendo gestiones con las autoridades mexicanas. Unas gestiones que (como él mismo dijo ante el juez) le costaron "muchísimo dinero" y dos años de intensas reuniones con los encargados de convertir la hierba en oro. Desconozco cuáles son los criterios éticos y urbanísticos de las autoridades mexicanas en la materia, pero, en cualquier caso, no deben de ser muy distintos de los de las españolas. Todo el mundo sabe en la ciudad donde yo resido que el hombre gordo es un auténtico especialista en convertir terreno rústico en urbano. Un negocio que permite plusvalías fenomenales contando con la complicidad de los llamados por la ley a autorizarlo. A no más de treinta kilómetros de donde yo vivo, y en la cercanía de la costa, cualquiera puede apreciar desde la carretera la obra inacabada de una de esas gigantescas urbanizaciones con campo de golf anexo. Un negocio que inició el gordo y que no es capaz de acabar el pequeño. Y también esos terrenos fueron antes de pasto. ¡Ay si las vacas supieran lo que vale la hierba que comen!