Finalmente tendremos triple ración de debate electoral. Después de casi veinte años, desde aquel cara a cara, de 1993, entre Manuel Fraga y Sánchez Presedo, los gallegos no habíamos tenido la suerte de asistir a la confrontación dialéctica entre los candidatos a la presidencia de la Xunta de los principales partidos políticos. Por las razones que fuera, los contendientes en cada caso no fueron capaces de ponerse de acuerdo y con ello privaron a la ciudadanía de lo que, para algunos, debería ser un derecho contemplado expresamente en la legislación que regula los procesos electorales.

Esta vez a falta de uno, habrá tres debates, los días 8, 9 y 10 de octubre, en el primer tramo de la campaña. Serán a dos bandas, ofrecidos por la Televisión de Galicia y en horario de máxima audiencia, a eso de las nueve y media de la noche. El primero, un duelo Núñez Feijóo-Pachi Vázquez, esto es Partido Popular frente a PSOE. Después debatirán entre ellas las dos fuerzas que hasta ahora ocupaban los bancos de la oposición en O Hórreo, socialistas y nacionalistas, y el broche lo pondrá el actual presidente de la Xunta enfrentándose al candidato del Benegá, Francisco Jorquera.

Los detalles técnicos están por determinar. Sin embargo, ya se sabe que cada debate, de unos setenta minutos de duración, se compondrá de tres grandes bloques temáticos (economía y empleo, servicios públicos y autogobierno). Se prevé además una breve intervención de entrada y otra de salida para que los candidatos fijen posición y lancen su alegato final. El moderador será un periodista de la casa. Su única función consistirá en explicar las reglas de juego pactadas y velar por que se cumplan, dando su paso a unos y a otros, a la manera de un guardia de tráfico. Presumida su neutralidad, cumplirá adecuadamente su papel en la misma medida en que logre pasar desapercibido, como los buenos árbitros en las competiciones deportivas. Malo, si da que hablar.

Los debates gallegos no se van a diferenciar en casi nada de los que hemos presenciado recientemente en elecciones generales o de otro ámbito. Los fontaneros y asesores de los partidos (al menos de los grandes) no están por la labor de que sus líderes debatan, si por debatir entendemos confrontar análisis, ideas y propuestas, con réplicas y contrarréplicas, sin atenerse estrictamente a los tiempos asignados. No quieren formatos abiertos y flexibles, que son los habituales en el mundo anglosajón, con aclaraciones y puntualizaciones exigidas por un o varios periodistas de prestigio, consensuados entre todos, que, en lugar de limitarse a moderar, intervengan activamente encauzando las discusiones de modo que respondan al verdadero interés del electorado.

No se puede llamar debate a una sucesión de monólogos, ajustados en tiempo y forma a un rígido guión previo, perfectamente preparado, sin apenas espacio para la improvisación. Los "debatientes" que más tienen que ganar o perder salen al plató a empatar, a cubrir el trámite. Ahí todos son en cierto modo conservadores. Lo único que les preocupa es no cometer ningún error de bulto que pueda afectar a la imagen que de ellos tiene su propia clientela. Saben, porque está estudiado, que, por muy buen papel que hagan, es poco probable ganarse a gente indecisa y que resulta casi imposible pescar en caladeros ajenos por muy en evidencia que se ponga al contrincante. Todo en televisión se convierte en espectáculo y como tal es percibido por la audiencia. Si no sirve para nada vencer, más inútil aún es intentar convencer.