En ocasiones parece que no nos movemos de la antigua Grecia. Platón soñó, por ejemplo, con una República ideal, perfectamente estructurada, que estaría dirigida por la figura de un rey filósofo. Son las quimeras de la razón, que quiere amoldar la realidad a los arquetipos del pensamiento. Salvando las distancias, llevamos décadas viviendo inmersos en una fantasía similar. Hemos creído que la globalización permitiría que Occidente se articulase como una economía puramente intelectual y que el trabajo físico pudieran hacerlo otros: ¿qué más da si son chinos, mexicanos o marroquíes? Nosotros -el mundo rico- inventaríamos, crearíamos y diseñaríamos los nuevos coches, las tablets, los smartphones, las redes sociales..., sin ensuciarnos las manos ni sudar la camiseta. ¿Necesitamos agricultores, camareros, empleadas de hogar, albañiles...? Ningún problema, los importamos del Tercer Mundo como un producto más del "todo a cien". Los filósofos griegos hubieran pensado en la hybris: en la fatal equivocación de la desmesura y el exceso de orgullo. ¿O es que acaso la inteligencia constituye un monopolio de Occidente, una especie de privilegio racial? Así, mientras nosotros íbamos malgastando nuestra herencia en chalés de diseño, artículos de lujo y políticas de déficit, la industria se ha deslocalizado, de los muebles al sector textil, de la automoción a la electrónica. Solo ahora empezamos a percibir los aspectos más sombríos de esta ensoñación: aumenta el paro estructural, se reducen los salarios para así intentar recobrar la competitividad perdida, se desmorona el Estado del Bienestar... Los tests educativos nos hablan de una brecha creciente entre los alumnos orientales -de China, Japón, Corea del Sur, Singapur- y los occidentales, especialmente en Matemáticas y Lengua. Las grandes corporaciones tecnológicas trasladan cada vez un mayor número de centros de I+D a ciudades como Shanghái. Los estudiantes asiáticos copan los programas de doctorado de las más prestigiosas universidades americanas. Algunos países, como Malasia, se han convertido en clústers tecnológicos a nivel internacional. En el mundo globalizado, las ficciones se pagan con el empobrecimiento de las sociedades.

La verdad es que ningún pueblo goza del monopolio de la inteligencia y que el contexto cultural es determinante, así como las distintas políticas que se aplican. ¿Podremos competir sin un sistema educativo de calidad o sin un tejido innovador avanzado? ¿Hasta qué punto el gasto en determinadas partidas sociales -o, si se prefiere, en subvenciones y en burocracia- no detrae los recursos necesarios para la investigación básica o aplicada? ¿Por qué no se apuesta por reformar y prestigiar la FP o se invierte en la etapa de 0 a 6 años, periodo clave para el posterior éxito académico de los estudiantes? ¿Cabe seguir subsidiando redes clientelares de todo tipo, al tiempo que se cercena, vía impuestos, el esfuerzo de las clases medias? Y, en definitiva, ¿cómo recuperar el músculo industrial de nuestro país o de Europa en general?

Son preguntas que excluyen una respuesta unívoca, por lo que hay que huir de las simplificaciones. Las quimeras pueden resultar rentables en el corto plazo y ser incluso creíbles, pero terminan desmoronándose ante la realidad. Asia nos adelanta, mientras Occidente retrocede. El gran temor es que cuando llegue la recuperación, esta no alcance a todos, sino que continúe fragmentando la sociedad. Este es un riesgo que hay que afrontar de inmediato.