Ala misma hora en que jueces de casi toda España se planteaban una huelga de celo contra la "reforma Gallardón", una magistrada luguesa, Pilar de Lara, estaba enfrascada en el interrogatorio de los detenidos en la denominada operación Pokemon, la enésima trama de corrupción político-empresarial destapada en Galicia, que sale a la luz como consecuencia de las investigaciones desarrolladas por el mismo juzgado en otros casos, como el Carioca, de gran alcance mediático.

Como la mayoría de sus colegas, la señora De Lara no se limita a cumplir los objetivos de productividad que marca el Consejo General del Poder Judicial. Acumula jornadas de hasta doce horas consecutivas de intenso trabajo, incluidos los fines de semana, para instruir los sumarios con el máximo rigor posible. Por lo visto, no se para en siglas: no tiene en cuenta para nada ni a quién benefician ni a quién perjudican políticamente las citaciones y resoluciones que dicta. Tampoco se deja condicionar por los calendarios electorales a la hora de hincar el diente a asuntos turbios en los que están envueltos cargos públicos (las elecciones autonómicas fueron adelantadas y por sorpresa). En ese sentido, Doña Pilar hace bueno aquello de que la Justicia, para ser justa, ha de ser ciega, debe actuar sin miramientos.

Cada vez que un cargo público o un dirigente político son detenidos, e incluso imputados, como en este caso los alcaldes de Ourense y Boqueixón, sus compañeros de partido o sus aliados de gobierno se encargan de reclamar la presunción de inocencia, que no se les condene socialmente antes de tiempo. Ese alegato se acompaña las más de las veces de la proyección de una sombra de sospecha sobre el juez o la jueza. No se duda en insinuar que puede estar actuando movida por intereses partidistas, o -así se deja caer en esta ocasión- que se encuentra familiarmente vinculada a una determinada formación.

Cuando la política anda por medio, a sus señorías, tanto instructores como juzgadores, deja de presumírseles la imparcialidad. No se les concede el beneficio de la duda. Muy al contrario, se discuten todas y cada una de sus disposiciones, aún careciendo de los más mínimos elementos de juicio y cada cual las enfoca desde el color de su cristal. Los jueces hasta son criticados por aspectos del operativo que no son de su estricta incumbencia, como si un detenido entra al edificio judicial esposado y otro no, por la puerta principal o por el garaje.

Los jueces no dictan penas de telediario. Ahí la responsabilidad última es de los medios de comunicación. De ellos, y de su -nuestra- ética profesional, depende que salgan o no en la prensa y en la televisión determinadas imágenes que por sí mismas constituyen una condena irreversible para los afectados. Otra cosa son las filtraciones, más o menos interesadas, desde luego nunca inocentes, de ciertos aspectos de las investigaciones o de la documentación sometida a secreto de sumario. De eso sí se pueden pedir cuentas a la judicatura en general y a cada juzgado en particular, por la brutal indefensión que causan a sus "víctimas".

El sistema judicial español tiene muchos defectos, pero es garantista, a veces en exceso y no se lo pone fácil a los responsables jurisdiccionales. La juez De Lara instruye durante meses el caso Pokemon. Sin embargo, no será ella, sino otro magistrado, quien juzgue a los que finalmente resulten encausados, una vez agotados todos los recursos y después de que tal vez alguno de los ahora imputados quede libre de cargos. Si ese alguien es obligado a dimitir prematuramente, no sería culpa de la Justicia, porque no son los tribunales ni las leyes los que determinan las decisiones puramente políticas. Además cada partido tiene su propio código, que ni siquiera se aplica en todos los casos con el mismo rigor. Suele depender sobre todo del peso político del presunto reo y de la importancia del puesto que ocupa. Se sacrifican peones para salvar las piezas mayores.