Hacía mucho tiempo, prácticamente desde la dictadura, que no oíamos a un gobierno calificar de "brillante" una contundente actuación policial contra una protesta ciudadana. En aquella época, todas las actuaciones de la Policía Nacional y de la Guardia Civil eran "brillantes", en el sentido figurado de admirables o sobresalientes que les otorga la Real Academia Española. Y daba lo mismo que se tratase de una operación para detener a una banda de ladrones que de otra encaminada a detener a clandestinos partidarios de la democracia. Desde la óptica de aquel régimen despótico, tan delincuentes eran los unos como los otros, aunque quizás a los clandestinos partidarios de la democracia se les otorgaba un mayor grado de perversidad y, por tanto, se les hacía merecedores de una más severa sanción penal. (El difunto Marcelino Camacho estuvo 9 años en la cárcel por defender la existencia de sindicatos libres, unas pacíficas entidades que eran perfectamente legales en la Europa democrática). Han pasado muchos años desde que disfrutábamos de aquellos "brillantes" servicios policiales, pero se ve que la idea de asimilar a los ciudadanos que protestan en la calle (salvo que haya obispos entre ellos) con delincuentes comunes, pervive entre cierta clase política. Y como botón de muestra ahí tenemos a la señora Cospedal, secretaria general del PP, que dio un paso adelante en su calificación penal al comparar a quienes se manifestaron en los alrededores del Congreso con la tropilla golpista que al mando del teniente coronel Tejero tomó como rehenes al gobierno y a todos los diputados el 23 de febrero de 1981. La equivalencia es tan insultante como maliciosa, pero sirve para justificar la contundencia de la policía, que aparece ante nuestro ojos como el instrumento necesario para salvar la democracia del acoso de unos fanáticos. No vamos a entrar ahora en la estéril polémica sobre quién inició los disturbios, ni sobre si había pequeños grupos radicales o agentes de la policía infiltrados entre los manifestantes más violentos. Las tácticas de desprestigio de los movimientos populares son de sobra conocidas. Ahora bien si, como dice el Gobierno, los manifestantes eran solo 6.000 y los policías unos 1.500 perfectamente dotados de material disuasorio, es fácil deducir que a los agentes del orden no les habría de resultar difícil controlar a los minoritarios grupos de alborotadores. El problema de fondo es que la crisis financiera internacional está poniendo de manifiesto una desconfianza creciente de los ciudadanos respecto de la representatividad de la clase política, que aparece como agente intermediario dócil a los grandes intereses privados. Y el acoso simbólico al Congreso de los Diputado no es más que una muestra de ese descontento y de esa frustración. De cualquier forma, no es el primer caso que se da en nuestro país. El 15 de junio de 2011 la ciudadanía de Barcelona, indignada por la sucesión de recortes sociales, rodeó el parlamento catalán e insultó, zarandeó y lanzó huevos contra los diputados. El propio Artur Mas tuvo que recurrir a un helicóptero para llegar al edificio. Y es posible que, en ese momento, tuviese la inspiración de ponerse al frente de la manifestación para pedir la independencia. Maniobras de distracción. No es lo mismo ser seguido por las masas que perseguido por ellas.