Este cuento se ha acabado. Antes de cinco años Novagalicia Banco (NGB) habrá sido vendido, entero o troceado, a otra entidad, o simplemente liquidado, si no hay quien lo compre. La decisión sobre el futuro de nuestra caja y del resto de las nacionalizadas la tomó hace días el Gobierno Rajoy para que Bruselas aceptase inyectar al sistema financiero español los treinta y siete mil millones de euros que necesita para su recapitalización. Pero no nos llamemos a engaño echando la culpas a Europa. Es Moncloa la que dicta sentencia, la que salva Bankia, pagando un altísimo precio, y pone fecha de defunción a todas las demás.

La suerte de NGB está echada (en realidad ya lo estaba hace tiempo, aunque fuera políticamente incorrecto decirlo). Esta sí es la crónica de una muerte anunciada. La aventura que arrancó con la fusión de Caixa Galicia y Caixanova se acerca a su triste fin. Un final que no difiere en nada del que vaticinaban desde un principio la mayoría de los expertos. Por más que no falte quien insista en la viabilidad de un proyecto bancario gallego y solvente, como el que nos vendían Castellano, González-Bueno y sus corifeos políticos y mediáticos, conviene ir diciendo adiós a la autonomía financiera de este país y hacerse de una vez a la idea que, aunque se obrara el milagro del aterrizaje de los fondos de inversión extranjeros, las decisiones sobre el destino de nuestros ahorros dejarán de tomarse aquí. Pero lo peor no es eso.

A la hora de ejecutar el rescate bancario, la Comisión Europea, por boca de Joaquín Almunia, fija unas condiciones más duras de lo que se esperaba. Las entidades controladas por el Estado habrán de reducir considerablemente su tamaño, alrededor de un sesenta por cierto. Lo harán recortando sus ya mermadas plantillas y reduciendo a la mitad la actual red de oficinas hasta replegarse a su ámbito territorial natural, donde nacieron. Además en la práctica apenas podrán competir con los grandes bancos; quedan confinadas al que fue tradicionalmente su negocio, la banca al por menor: particulares, familias y pequeñas empresas. Nada de participaciones industriales, operaciones de cartera o inversiones especulativas.

Almunia confirmaba en toda su crudeza una muy mala noticia que ya se venía intuyendo. Los titulares de participaciones preferentes y deuda subordinada sufrirán una quita. Perderán una parte considerable de su dinero, probablemente alrededor del cuarenta por ciento. Otro tanto le sucederá a los accionistas particulares, que de ese modo contribuirán forzosamente a reducir el volumen total de recursos que ha de aportar el fondo europeo de rescate a los planes de restructuración de los bancos españoles en apuros. Entre estos últimos perjudicados están los principales directivos, que aportaron cantidades simbólicas para dar ejemplo al grupo de empresarios gallegos a los que embarcaron en una aventura patriótica que les va a salir muy cara.

Todavía hay quien considera posible salvar Novagalicia y se queda con los cinco años de plazo que nos da Europa antes de la venta o la liquidación para encontrar inversores privados dispuestos a comprar, a precio político, las acciones al FROB, o sea, al Banco de España. Es como creer en los pajaritos preñados. Hay que empezar a asumir la dura realidad. Seremos una autonomía de segunda o de tercera, de las que no tienen entidades financieras propias, lo cual no comporta necesariamente que su tejido productivo va a disponer de menos recursos para financiarse.

No es que sea una hecatombe, más allá de las consideraciones sobre el estrepitoso fracaso de la fusión de las cajas como operación política. En el nuevo escenario seguirá habiendo una amplia oferta y una sana competencia bancaria, a disposición de familias, instituciones y empresas. Lo verdaderamente grave es la destrucción de empleo -se estima que habrá dos mil despidos más en NGB- y la desaparición de centenares de pequeñas sucursales que no eran un gran negocio, pero prestaban un servicio social de primera necesidad para miles de gallegos del ámbito rural, de barrios y pueblos. Han sido los grandes perdedores, por partida doble. Muchos de los que han visto cerrada la oficina de su caja, suscriptores de preferentes, se quedarán sin parte de los ahorros de toda una vida. Ellos sí que no vivieron por encima de sus posibilidades y sin embargo también pagan, como el que más, el pato de la dichosa crisis.