Si la propuesta del ministro Wert, querida Laila, se acaba concretando tal como se anunció, se deturpará el carácter aconfesional o laico del Estado español, por mucho que nominalmente siga figurando en la Constitución. Hasta ahora la situación era ambigua y se avanzaba, si bien que lentamente, hacia la concreción del mandato constitucional, pero la contrarreforma de Wert supone una vuelta atrás para establecer normas y políticas típicas del nacional catolicismo y claramente preconstitucionales. Formalmente seguirá sin reconocerse una religión del Estado, pero en la práctica será únicamente la religión católica romana la que se enseñará y promoverá en la escuela pública, que se hará cargo de este adoctrinamiento a los niños y jóvenes, con el control exclusivo de los contenidos y del profesorado a cargo de la jerarquía de la Iglesia de Roma, aunque la financiación en su totalidad (profesorado, medios, salarios o despidos) sea cosa del erario público.

Este esfuerzo público para procurar y promover el conocimiento y adhesión a la fe católica de Roma no se hace con ninguna otra ideología o cosmovisión y ni siquiera con los principios, valores, derechos, preceptos y deberes civiles de la Constitución misma, que como se ha puesto de relieve estos últimos días, son desconocidos o muy poco conocidos para la mayoría de la ciudadanía española. Es cierto que, al menos de momento, se tolerará que haya alumnos exentos de ser adoctrinados en la religión romana dentro de la escuela pública, pero ello se considerará excepcional y el propio sistema educativo arbitrará mecanismos que impulsen a la mayoría a asumir las clases de religión católica y los disuada de otras opciones, por ser éstas más costosas al requerir un esfuerzo añadido de alumnos y padres.

Es indudable, querida, que el conjunto de la sociedad española: creyentes, practicantes, ateos, agnósticos, miembros de distintas confesiones religiosas, no practicantes o religiosamente indiferentes solo pueden convivir tranquilamente y coincidir en un Estado laico, que vaya conformando democrática y respetuosamente unos criterios éticos comunes que todos deben de asumir y que, por una parte, generen derechos a poner en práctica decisiones personales honorables y legítimas y, por otra, no generen obligaciones que puedan afectar a la práctica de creencias y principios personales. Cuando esto sucede, las leyes y normas que se generan desde estas posiciones laicas son perfectamente asumidas y respetadas. En España tenemos ejemplos bien significativos y concretos. Nuestra Constitución y nuestras leyes, por ejemplo, permiten el divorcio o el matrimonio homosexual a quienes quieran asumirlos, pero no obligan a nadie y tales normas hoy son admitidas tranquilamente e incluso positivamente valoradas por todos: creyentes y no creyentes. Únicamente son rechazadas, con agresividad, por aquellas minorías que aspiran a imponer, por fuerza, sus creencias y normas éticas, normalmente extremas y reaccionarias, a todos los demás, es decir, por los fanáticos doctrinarios, que hoy prácticamente se reducen a los miembros más intolerantes de las jerarquías religiosas y a pequeños sectores integristas y reaccionarios que anidan en la derecha española. Este personal tendrá ahora en la ley Wert un valioso instrumento.

Para estos sectores trabaja objetivamente el ministro Wert, con su contrarreforma educativa, confesional y doctrinaria, como en su terreno lo hace con entusiasmo Gallardón, apuntalando el trabajo de Montoro y Guindos en lo económico.

¿Y Rajoy?, me preguntarás. Rajoy, querida, simplemente se esconde, no trabaja.

Un beso.

Andrés