Muchos comentaristas o analistas políticos, querida Laila, achacan al presidente Rajoy una cierta incapacidad para arrostrar y afrontar los problemas con la necesaria prontitud, rotundidad o contundencia que se precisaría. Dicen de él que tiende a enterrarlos en el tiempo para que este se encargue de hacerlos desaparecer por pudrimiento, sin caer en la cuenta de que, en la mayoría de los casos, no son los problemas los que se pudren con el tiempo, sino las alternativas, las salidas o las soluciones. Por eso resulta que tan imprudente es el gobernante que adopta decisiones precipitadas, alocadamente y sin la necesaria calma y reflexión, cuyo ejemplo podría ser Ruiz-Gallardón, como el que no toma medida alguna o escasas, confiando en los milagros de Chronos.

Un buen ejemplo de esta actitud de Rajoy es lo que le ha sucedido y está sucediendo con el caso Bárcenas. Lejos de afrontarlo con la rotundidad necesaria, una vez que llegó a la presidencia del partido o al menos una vez que estalló el caso Gürtel, decidió aplazar las imprescindibles soluciones sine die, para que el tiempo se encargase de pudrir el asunto, y el resultado está ahí: lejos de reducirse el problema, lo que se está pudriendo es toda posibilidad de arreglarlo. Cada día que pasa, el cirio se agiganta, se complica y se hace más angosta cualquier vía de salida o solución política. Es más, el dios del tiempo lo ha castigado con la terrible crueldad de salpicarlo con las aguas putrefactas que el propio Rajoy debiera haber tirado al sumidero, como era su responsabilidad. Como para fiarse de Chronos, siempre entrelazado con Ananké: la inevitabilidad, la compulsión y el apremio.

Ahora, tras prácticamente solo un año de mandato, Rajoy se encuentra con la necesidad imperiosa de afrontar el desgaste evidente de su Gobierno. De hecho cinco de sus trece ministros, cuando menos, están quemados tanto en la hoguera del incumplimiento prácticamente total del programa electoral, como en la fogata de sus propios errores, fracasos, contaminaciones indeseables, precipitaciones, locuacidades o marchas adelante y atrás. Errores y fracasos de palabra, de obra o de omisión, que de pensamiento no hace falta hablar. Cristóbal Montoro, el locuaz ministro de Hacienda, encargado de los incumplimientos fiscales, padre de la amnistía fiscal, seguramente ad hoc, y fácil a frívolos eufemismos que suenan a burla. Alberto Ruiz-Gallardón, cancerbero de periclitadas esencias ideológicas, precipitado e imprudente, incapacitado para la interlocución con los primeros y más directos afectados por su gestión. Ana Mato, la ministra bajo sospecha, presumiblemente contaminada y especialmente denostada por poner en solfa la equidad, la gratuidad, la universalidad y el carácter público de la joya de la corona de nuestro incipiente estado del bienestar. Fátima Báñez, la ministra del paro y del desempleo y gestora de la reforma laboral, que garantiza la indefensión de los trabajadores en la selva del mercado. - Ignacio Wert, quizá el ministro más creído, caballo de Troya del elitismo, la ideologización y la división social en la enseñanza pública; incapaz de buscar un acuerdo de fondo que estabilice nuestra zarandeada educación pública; por creerse que lo puede hacer solo, cae en la chapuza y la reformilla por encargo, que desprestigia al docente y menoscaba el derecho del discente.

Rajoy, querida, tiene ante sí una urgente crisis del Gobierno. ¿Que hará? ¿La afrontará con prudente perentoriedad y a fondo o, una vez más, dejará que todo se pudra enterrándola en el tiempo? Si esto último sucede, amiga mía, más pronto que tarde caerá él y, nunca mejor dicho, con todo el equipo.

Un beso.

Andrés