Las apariencias suelen engañar. La coruñesa Aurelia Rey, lejos de ser víctima de una terrible injusticia, tal vez sin quererlo, es la beneficiaria de un cúmulo de despropósitos cometidos por distintos sectores sociales y políticos y por las instituciones y sus servidores en un flagrante desafío tanto al estado de derecho como al sentido común más elemental. Su caso, de exagerada repercusión mediática, se ha colado indebidamente en medio del gran drama de los desahucios inmobiliarios a partir de una peligrosa combinación de demagogia y desinformación, que llamó a engaño a mucha gente de buena fe. Poco a poco, a no tardar, más de uno de los que se creyó el cuento del bueno y del malo irá cayendo del guindo.

Gracias una legislación hiperproteccionista, sin parangón en Europa, que impedía a los caseros actualizar los alquileres a quienes disfrutaban de las llamadas rentas antiguas, doña Aurelia pudo vivir durante muchos años en el cogollo urbano de A Coruña a un precio casi simbólico. Disfrutó de un auténtico privilegio, que, eso sí, tenía como contrapartida que si dejaba de pagar un solo mes podía ser automáticamente desalojada del piso. Dicen que en más de una ocasión hubo retrasos en los pagos y la buena señora se fue salvando. Hasta que esta vez el propietario decidió ejercer los legítimos derechos que le asisten. Al juez, con la ley en la mano, no le queda otra que ordenar el lanzamiento. Dura lex sed lex. Es lo que hay.

Lo que seguramente la entrañable anciana no esperaba es encontrarse con el apoyo de activistas antidesahucios, de muchos vecinos y de dirigentes políticos que por ahora lograron evitar que se ejecute la resolución judicial. Puede decirse que le tocó la lotería, puesto que situaciones como la suya -por cierto, nada que ver con los abusos bancarios- se producen diariamente por docenas en toda Galicia y ni tienen tanta trascendencia informativa ni suscitan semejante movimiento solidario. Los inquilinos morosos se van a la calle por orden del juzgado y punto. Pero a ella la arropa, y hasta pretende representarla, un movimiento cívico que lucha contra la injusticia de una forma tan indiscriminada, que llega a creerse que todo el monte es orégano.

Presionadas por la agitación callejera, las administraciones públicas contribuyen al desaguisado lanzándose a ofrecer a Aurelia Rey, que cuenta 85 primaveras, una plaza en una residencia de mayores o el realojo en una vivienda social a elegir entre varias. Ninguna de esas soluciones, que para sí quisieran otros damnificados por la ola de deshaucios, le resulta del todo satisfactoria. Quiere seguir viviendo en el centro, por aquello del arraigo. Las plataformas cívicas que la apoyan incondicionalmente deben considerar que también en eso está en su derecho. Sin embargo, la gente de la calle -véanse comentarios en las ediciones digitales de la prensa- creen que se está rozando la tomadura de pelo.

Hasta el fiscal superior de Galicia, sensibilizado por el de Aurelia y se supone que por otros casos, tuvo a bien proponer una nueva legislación que contemple situaciones de este tipo. Como si uno de los grandes males de este país no fuera precisamente que nos sobran normas y nos falta cumplirlas y que ya se sabe que quien hace la ley hace la trampa. Por pura sensatez desde el ámbito judicial se debiera aconsejar a los ciudadanos y a los poderes públicos no seguir menoscabando la seguridad jurídica, sin ir más lejos poniendo en tela de juicio el derecho de propiedad. Porque eso de poner en cuestión los pilares del sistema contribuye en gran medida a agravar la crisis. Los contratos, con sus derechos y obligaciones, están para cumplirlos. Si cada uno puede hacer de su capa y un sayo, apaga y vámonos.