Confío en que se me permitirá ese vocablo para referirme a un fenómeno muy inglés y también norteamericano, anglosajón, a fin de cuentas: el de mirarse continuamente al ombligo, lo que conlleva la dificultad de entender a los otros y por tanto empatizar con ellos.

Una revista italiana se expresaba recientemente así de tajante en sus páginas culturales: "Sólo existes si hablas inglés". Se refería el semanario L'Espresso a la selección de los mejores libros del año hecha por dos publicaciones de habla inglesa: la británica The Economist y la estadounidense The New York Times.

"Imagínense, decía su crítica literaria, un mundo sin Roberto Bolaño, sin HarukiMurakami, sin Yehoshua y sin Camillieri. Sin Daniel Pennac y sin NicolajLilin. Sin cultivadores de la novela negra escandinava, sin novelistas españoles (?)". Y preguntaba retóricamente al lector: "¿No sería un mundo de pesadilla?".

Pues es en el que viven los lectores de dos de las más influyentes publicaciones en lengua inglesa. Y, agregaba L'Espresso, si se juntan sus listas de los mejores libros del año publicadas por ambas, los libros traducidos de otras lenguas se cuentan con los dedos de la mano. Ya se trate de novela, de ensayo, de poesía, "si no escribes en inglés, no eres nadie".

Dejando al lado el grado de hipérbole de esa última afirmación, hay un hecho absolutamente cierto, y es el fuerte desconocimiento que tienen los lectores del área anglosajona de lo que hoy se escribe en lenguas que no son la suya. Y ello a pesar de que se trata del mercado literario más potente del mundo.

Qué diferencia con lo que ocurre en nuestros países latinos, especialmente en España, donde, a la sin duda abundante producción propia, se suman las traducciones de cualquier idioma del planeta hasta el punto de que uno se pregunta si hay realmente tantos lectores para tantos títulos como se publican anualmente y si todo lo que se traduce merece realmente la pena el esfuerzo del traductor y del editor, por no hablar ya del eventual lector.

Pero ese fenómeno que describimos y el resultante desequilibrio en el mercado de la cultura no se limitan a la literatura sino que se extienden también a otras áreas creativas como son, por ejemplo, las artes plásticas.

Basta con comparar el interés que nuestros más destacados galeristas, nuestros directores de museos o comisarios de exposiciones muestran por la producción ajena -repásese la lista de artistas extranjeros que se exponen al cabo del año en cualquier ciudad española- con la de creadores de nuestra piel de toro, noveles o veteranos, a los que se da alguna oportunidad de exponer fuera.

No es en ningún caso un problema de calidad. Es un problema de exposición, de visibilidad en las revistas culturales, de dominio del mercado. Y aquí sin duda el mundo anglosajón lleva una vez más la voz cantante.