Había costado trabajo reducir la sangría humana de nuestras carreteras, en las que llegaron a morir 5.000 personas al año hace dos décadas y 4.000 hace una, siendo la primera causa de muerte entre los jóvenes. El pasado año la cifra se redujo a algo más de 1.500. Aquella borrachera de sangre empezaba a ser recordada como una pesadilla, pero las altas cilindradas imponen su ley, y el Gobierno proyecta aumentar a 130 la velocidad límite en las autopistas. En la práctica es como situar en 155 la velocidad a la que irá esa parte de conductores que asumen el riesgo de sanción económica. Y esto se hace justamente cuando está por los cielos el precio del petróleo que pagamos al exterior y cuando la conservación de la red viaria es más precaria. Si este irresponsable experimento acabara provocando un repunte de la mortalidad, alguien debería ser responsable de homicidio por imprudencia.