Ya lo dijo en famosa frase Antonio de Nebrija en la dedicatoria a la reina Isabel I de su Gramática Castellana, publicada por cierto el año del Descubrimiento: "Siempre fue la lengua la compañera del imperio".

Hoy el imperio ya no lo es por la fuerza de las armas sino por la economía, la publicidad, el comercio, la capacidad de innovación tecnológica y, en general, la difusión de la cultura de masas. Y el imperio se expresa en el inglés de los Estados Unidos de América.

Hay una invasión de anglicismos, y no solo en nuestra lengua, sino aún más en otras como el alemán, el francés o el ruso. Algunos son, digamos, innecesarios porque existen ya vocablos castellanos que expresan lo mismo y su empleo denota simplemente pereza mental o simple aceptación de esa colonización cultural, denunciada, entre otros, por el lingüista francés Claude Hagège en un libro de reciente publicación: Contre la pensée unique (Contra el pensamiento único), ed. Odile Jacob.

Nuestros vecinos del Norte, más nacionalistas que nosotros, procuran buscar equivalentes para los neologismos como en el caso del software, que aquí seguimos llamándolo por su nombre en inglés, y para el que ellos han acuñado la palabra logiciel. Es una defensa de la que los anglosajones han hecho a veces burla porque, dicen, no se le pueden poner puertas al campo.

La lengua es ciertamente un organismo vivo, dinámico, y como escribió Unamuno, que era enemigo del proteccionismo lingüístico, "ningún idioma puede llegar a ser de verdad culto sino por el comercio con otros, por el libre cambio". Y de hecho, desde siempre unos idiomas han tomado palabras de otros, las más de las veces, sin embargo, adaptándolas al genio particular de la lengua en cuestión, como ocurrió en su día con las palabras que el castellano tomó del árabe, del francés, del italiano o del propio inglés.

Pero de un tiempo a esta parte, debido sobre todo a la velocidad del progreso científico y tecnológico, al ritmo a que se producen inventos y descubrimientos, y al hecho de que el inglés parece haberse convertido en el latín macarrónico de nuestra época -un inglés meramente instrumental y casi esquelético, sin alma- la invasión de palabras o expresiones sencillamente tomadas de ese idioma sin buscarles equivalentes o adaptarlas al nuestro -power point, trending topic, crowdfunding y tantas otras- está llegando a extremos casi nauseabundos. Sobre todo porque muchos de quienes los emplean no serían capaces luego de mantener una conversación mínimamente seria en inglés.

Es cierto que por mucho que se esforzase la Real Academia de la Lengua, poco podría hacer, aunque se lo propusiese realmente, por evitar tal contagio, que alcanza también a la gramática y la sintaxis. Basta por ejemplo fijarse últimamente en el abuso del gerundio en los anuncios, incluidos los de búsqueda de pareja: "Muchacha, gustando bailar, busca hombre", o en los lemas como el buscado para la candidatura olímpica madrileña: "Iluminando el futuro".

Pero afecta sobre todo al léxico. He espigado en las páginas color salmón de un diario nacional las siguientes palabras: tradeshow (espacio para profesionales en una feria), branding (de brand: marca), flagship store (tienda insignia como se habla de barco insignia), speed date (cita rápida para hablar de negocios o para conocerse). Y en un artículo también periodístico referido a las nuevas profesiones: cool hunter (cazador de tendencias en internet), community manager, experto en redes sociales, y otras por el estilo.

Los ejemplos podrían multiplicarse, también en el caso de los deportes con palabras como footing, jogging, que dan lugar, entre nosotros, a vocablos tan estúpidos como lo que quieren significar: balconing (saltar de un balcón, normalmente en estado de embriaguez) y puenting (tirarse desde un puente atado de una cuerda elástica para experimentar la emoción de la caída al vacío).

Mucho tiene que ver todo esto con la publicidad y con los medios de comunicación, la pereza o simple ignorancia de algunos de los que trabajan en ellos, que utilizan palabras tomadas directamente del inglés sin preocuparse de buscar o, si no los hay, inventar incluso equivalentes.

Otras veces se trata de simple afectación o esnobismo en un país donde el conocimiento de otros idiomas que el propio ha sido hasta hace poco una rareza y muchos se contentan con un nivel rudimentario de inglés.

Y están también las malas traducciones de textos literarios o científicos y los espantosos doblajes de algunas películas. Algunos de quienes se dedican a esos menesteres demuestran a veces una doble ignorancia: de la lengua de la que traducen y, lo que es aún más grave, de la propia.