Es detestable instalarse en la queja. Es conmiserativo el victimismo. Hablar del desastre nacional implica incurrir en un discurso apolillado. Lo que sucede es que, a poco que se observe el momento presente, resulta imposible no percatarse de que en este país se percibe el declive del entramado político que se vino orquestando desde la transición a esta parte, un entramado político que se sabe fracasado por el desapego que siente la ciudadanía hacia una mal llamada clase política que es cada vez más mediocre y que se enroca en sus privilegios.

El independentismo creciente en Cataluña muestra, entre otras cosas, el fracaso sin paliativos del llamado Estado de las autonomías. Al margen de otras muchas consideraciones que se pueden hacer con respecto al sempiterno problema catalán, habrá que admitir forzosamente que algo -más bien, mucho- se habrá hecho mal para que cada vez sea mayor el número de ciudadanos catalanes que se suman al clamor independentista, un clamor al que se pretende dar cauce a través de un referéndum que Rajoy considera que no es viable dentro de la Constitución. Pero, al tiempo que sostiene eso, el presidente del Gobierno de España no se toma la molestia de negociar con las autoridades políticas catalanas una salida política que les haga replantearse su apuesta.

Rajoy no argumenta, no debate, sólo se limita a manifestar epistolarmente la ilegalidad de tal propósito. ¿La política era esto? ¿Tenemos que resignarnos a sufrir a un presidente de Gobierno que renuncia a convencer? ¿Tenemos que resignarnos a presenciar el espectáculo de una vida pública en la que no hay discusión, en la que se eluden los debates parlamentarios que se convierten en réplicas y contrarréplicas de los unos y los otros, con la letra de las perogrulladas y con la música de los coros y danzas respectivos, es decir, abucheos y aplausos de los palmeros de cada cual?

¿No caben unas reglas de juego para que todos los territorios se puedan sentir más o menos cómodos? ¿No vale la pena ni siquiera intentarlo?

Basta ya de maniqueísmos. ¿Alguien se puede creer que los políticos catalanes que apuestan por el independentismo son tan hábiles a la hora de convencer a sus ciudadanos? ¿Acaso no son tan mediocres como sus antagonistas que se ubican al otro lado del Ebro? ¿Por qué Rajoy, que se considera presidente de todos los españoles, catalanes incluidos, no hace los esfuerzos necesarios para convencer a estos últimos acerca de las bondades de esta Inmaculada Constitución Monárquica que, teóricamente, garantiza la igualdad de todos ante la ley?

¿Por qué nadie pone sobre la mesa, con una carga argumental potente, que antes que la llamada cuestión identitaria se encuentra el concepto de ciudadanía democrática? ¿Por qué no hay ambición de alcanzar acuerdos, o, al menos, insisto, de enarbolar discursos convincentes?

La ruta del pesimismo parece estar marcada. Alguien dijo recientemente que, de producirse la separación de Cataluña, este país viviría otro 98, sólo que esta vez no habría intelectuales de envergadura que clamasen contra el estado de cosas.

La ruta del pesimismo, insisto. ERES andaluces, caso Bárcenas. La Monarquía no es tampoco ajena a la desafección ciudadana. Los grandes sindicatos ni consiguen frenar la pérdida de derechos de los trabajadores, ni tampoco luchan por ser un ejemplo de regeneración interna.

La ruta del pesimismo. ¿Es difícil imaginar el rictus de rechazo en la ciudadanía que produce pensar que el actual escenario político se prolongue más allá de 2015? ¿Qué cabría esperar si en las próximas elecciones generales repiten los actuales candidatos de los partidos políticos parlamentarios? ¿Hasta cuándo y hasta qué extremo se puede prolongar la agonía que venimos sufriendo? ¿Y qué hay en la vida pública, más allá de partidos y sindicatos? ¿Las autodenominadas fuerzas de la cultura que parasitaron en la SGAE, el clan de la ceja, las plumas de alquiler al servicio de quien les paga, bien sea con dinero, bien sea con sinecuras?

¿Cómo evitar la ruta del pesimismo, cómo desandarla? Sólo se me ocurre una respuesta: con la indignación de una ciudadanía que exija ya una vida pública digna.